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Sentir pena


Sentir pena es una de las emociones más humanas. Amor, odio, miedo, alegría, pena… son variables indiscutibles que condicionan las relaciones entre los seres humanos y que, jugando con ellas, crean actitudes y opiniones, sentimientos que determinan la convivencia social. La pena es consecuencia del desencanto, de la pérdida de algo importante, de no ver el futuro con esperanza, de observar cómo se deshilacha el entramado de una estructura convivencial, de percibir actitudes que bloquean la resolución de conflictos, de sentir la disociación de grupos que deberían ser sinérgicos, de advertir el progreso de la entropía disgregadora de los nexos de coexistencia, de advertir como el odio gana la batalla al amor y al entendimiento.

Siento pena cuando veo la incapacidad de nuestros políticos para resolver los problemas, para entender y comprender el nivel de gravedad de la situación. Siento pena cuando veo el cainismo de nuestro pueblo incapaz de orientarse hacia el encuentro. Siento pena, y por qué no decirlo, también rabia, ante la irresponsabilidad de unos y otros, anteponiendo sus intereses de grupo al interés general. No comprendo el enrocamiento, el pensamiento encapsulado resistente a la argumentación lógica, y la tendencia a empujar al otro al precipicio para luego presentarse como salvador, para mostrar que somos mejores que aquel que cayó al abismo empujado por nosotros mismos. Hemos caído en manos de políticos sin sentido de estado, incapaces de aglutinar a la gente en un objetivo común; en algunos casos propensos a dinamitar el sistema porque ellos tienen otro alternativo de corte dictatorial.

Me da pena que no seamos capaces de valorar la diversidad como un elemento enriquecedor y que la usemos para remarcar el desencuentro y la segregación o, lo que es peor, negarla y pretender someterla a una idea única supremacista. Me da pena y miedo que vengan salvadores absolutistas, dictadores mesiánicos, que acaben con los derechos que nos permiten elegir y ser soberanos de nuestras decisiones.

Hoy me siento triste, porque los defensores del humanismo solidario, de la paz y la convivencia y el encuentro, estamos siendo relegados a meros testimonios de su existencia, mientras se predica el insulto, el griterío y la amenaza, mientras algunos reivindican como derecho propio el someter o negar el derecho de los demás.

Pena, desasosiego, preocupación, zozobra, aflicción, disgusto, etc... ¡Cuantas palabras para mostrar un sentimiento! ¿Lo podríamos revertir? Alegría, sosiego, confianza, paz, empatía, encuentro, concordia, comunicación, acuerdo, sinergias, amistad, satisfacción, etc. podrían ser las palabras que nos llevaran a una sociedad en convivencia.

He ahí nuestro reto: conseguir unir a los seres humanos desde el humanismo solidario que facilite la armonía necesaria para seguir progresando hacia la igualdad, la justicia y una sociedad equilibrada de crecimiento sostenido en conjunción con el medio y el hábitat donde vivimos; para abandonar la pena y abrazar la alegría de una convivencia en paz y avenencia. Nuestro desafío debe ser que cada uno de nosotros pueda desarrollarse en armonía interna y externa para alcanzar sus potencialidades, puestas al servicio de un todo que nos contiene. Nuestro compromiso ha de sumar, no restar; construir, no destruir; sembrar adhesión, no desapego.

Si no se consigue, la culpa no es solo de los dirigentes políticos sino de nosotros mismos que los elegimos y nos dejamos arrastrar por sus pasiones y ansias de poder en lugar de exigirles que sirvan al espíritu de una democracia que cultive el encuentro y acercamiento entre las partes. Mas no olvidemos que la felicidad de la gente buena no está en la confrontación destructiva y segregadora sino en el encuentro, en compartir y respetar, en sentirse libre para ocuparte de tu propio desarrollo en connivencia con los demás. Un objetivo de paz es sembrar y cultivar una cultura social del encuentro, el respeto y la democracia verdadera.

Pero no nos forman para entender la política como la manera de estructurar y gestionar la vida en común. No nos enseñan a pensar libremente para, así, poder aborregarnos, manipularnos, someternos y alienarnos. Que piensen otros ante la dificultad de comprender la complejidad de los problemas, acabaremos clamando. No nos enseñan a implicarnos en la vida pública desde la exigencia a los políticos y gestores. Nos pretenden hacer hooligans, adeptos incuestionables, que griten “Viva er Betis manque pierda”, o sea vivan los míos aunque sean unos corruptos y ladrones.

Estas son las cosas que justifican mi pena. Debemos razonar para ver quienes nos pueden acercar a la cultura de la gestión política, de las esencias de la democracia verdadera, de la convivencia en paz donde no me alienen con proyectos de confrontación que rompe. El futuro es un reto que se presenta a la propia humanidad a caballo de la ciencia y la tecnología. ¿Cómo y quienes han de ser los líderes políticos que nos lleven al mañana de paz y de concordia, donde los valores humanos se impongan a los intereses manipuladores apoyados en las tecnologías? He ahí el dilema. Difícil me los fías amigo Sancho. Pero yo no quiero dejar de herencia a mis hijos y nietos un futuro de pena, no quiero irme sin sembrar un atisbo de esperanza para las generaciones venideras… ¿y tú?

 

Antonio Porras Cabrera

 

 

 

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