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Listos, tontos, listos tontos y viceversa


Hay vocablos cuya asistencia al diccionario se hace innecesaria porque el individuo tiene una idea casi ingénita, connatural, de los mismos, motivo que lleva a inferir una estructura cognitiva ya existente. Listo y tonto no son conceptos rectilíneos ni transversales, menos aún estáticos. Poseen encarnadura ondulante sobre un eje horizontal que desagrega o separa las intenciones censurable-laudatorias de quienes las utilizan como aldaba para requerir la conciencia social. El tono fundamenta si los colocamos, a priori, en el plano superior o inferior del eje antedicho, ya que separa también afecto e insulto.  En ocasiones, tal vez con demasiada frecuencia, conforman un rito social, una especie de pauta, sin ninguna inspiración previa cuando su alcance se considera indulgente y divertido. La mayoría de las veces son veleidades, hábitos con raíces profundas, irreflexiones ingenuas.

Sobrepasando lo ya expuesto —hasta ahora un empeño puramente físico (elongación de la onda que refleja el matiz del apelativo)— cualquier individuo puede apreciar una u otra lectura a base de precisión o escrupulosidad. No es suficiente con suponer, incluso asegurar concienzudamente, que uno es listo o tonto. Aparte de la carga, positiva o negativa, que pudiera suponérsele al epíteto aislado, hemos de considerar su aplicación y ejercicio. Sin estos dos componentes, el mero atributo queda vacío, insustancial, antojadizo. Es imprescindible, pues, extender exposición y servidumbre a un contexto claro, demostrable, bajo control. Pongo a su disposición un ejemplo paradigmático. En algunos autobuses municipales de Valencia puede leerse el siguiente texto: “Este autobús no admite violencia sexual”. ¿Acaso otros sí? Autor y ordenante, al alimón, ostentan aplicación y ejercicio; siguiendo el modismo, no son tontos, no, lo siguiente.

Si bien hay diminutivos y aumentativos que desenfocan estos vocablos a gusto del consumidor, salvo interés o intención de perder el oriente, mejor dejarnos llevar por un natural consenso definitorio. La magnitud de listeza corpórea, estricta, matemática, (la buena), viene determinada por un coeficiente intelectual. Listillo, paradoja despectiva, monopoliza siempre el desdén, aunque haya quien advierta cierta dosis, escasa, decadente, de envidia zafia. Asimismo, tontín (cariñoso e inusual) y tontorrón (tontón ofrece paridad con instrumento-guía), quedan a merced de especulación semántica. Ocurre, a caballo entre ignorancia y bellaquería, que aparecen locuciones adverbiales ofreciendo una imagen plástica particular. Pedro Castro, alcalde de Getafe, se preguntaba: ¿Por qué hay tanto tonto de los cojones que todavía vota al PP? ¿Cuánto de tonto es un tonto de los cojones? Quizás el propio Castro fuera la medida exacta, vivida y probada.

Ignacio Sánchez Galán, presidente de Iberdrola, provocador y anticipativo manifestó: “Solamente los tontos que siguen con la tarifa reguladora del gobierno pagan más luz”. Ignoro las razones, pero me recuerda muy mucho al alcalde de Getafe pese a circunscribir a la cualidad que nos ocupa solo a quienes siguen con la tarifa reguladora del gobierno. Esta absolución al resto le libra de engrosar el hatajo del que Castro aparenta ser ejemplar cualificado. ¿Por qué lucubro, casi en exclusiva, de los tontos saltándome el orden señalado en el epígrafe? Porque son mayoritariamente quienes se aplican y ejercen de tales. Los listos ofician de incógnito, furtivos; además, soslayan los momentos críticos, trascendentes, donde irracionalidad e incomprensión se adueñan del entorno. Ahora llevamos un largo período en que todo ¿esfuerzo? por salir del caos queda a sus expensas.

Considero que todo signo de listeza ha quedado adscrito históricamente al pueblo español. Esta premisa conlleva un interrogante contradictorio: ¿De dónde surge, pues, tanto político asnal, indocumentado? En descargo de ellos diré que su exuberancia y raigambre alcanza su clímax desde hace dos decenios. Antaño eran presuntamente mangantes (calificativo presidencial), estafadores, cleptómanos (ahora también), pero exhibían un sello de capacidad que hoy no aparece ni por ensalmo. Sí, el ciudadano es una especie rara sometida a carencias y abundancias naturales o creadas por subrepticias ingenierías sociales. Le falta espíritu crítico, rebeldía, desafecto y eficacia política. Le sobra conformidad, adherencia e inacción.

Tontos, tontos —en sentido estricto, inclemente— a lo mejor no hay muchos pese a que los políticos actuales confirman lo contrario. Existe el tonto útil, elemento imprescindible en la farsa, remedo del tonto de capirote. Haciendo esfuerzos supremos, me es imposible encontrar una sola legislatura desde el inicio democrático (por definir esto con generosidad) que aglutine tanta indigencia, modorra o desasimiento estratégico. Zapatero y su gobierno, que pusieron el listón muy alto, quedan superados por esta banda sin escrúpulos. Espero que hayamos conseguido la cima, pero el horizonte próximo, léase Feijóo, no se percibe tranquilizador tras ese asenso infausto con el empresariado catalán.

Opino que Yolanda Díaz instaura un ejemplo impagable como figura del listo-tonto en diversas versiones y fechas. No acaba de asentar su entraña estética ni fecunda. Sobre pasos certeros, a priori, siembra extravagancias constantes modulando el personaje mitológico de Penélope. Argumenta que duplica las subvenciones a los sindicatos para “promover sociedades pacíficas”. Como sus colegas (¿compinches?), acostumbrada a dar la nota fuera del pentagrama. Más allá de una fachada hermosa y lozana, quizás retrechera, enseña gestos postizos afirmando nulo poder de convicción.

El viceversa —es decir, el tonto listo— aparece, en exclusiva, vistiendo aparejo de escalador que le permite ascender, llegar al poder, llámese político, económico, sindical o social. Si me apuran hasta pudiera encontrarse algún espécimen infrecuente dentro del ámbito religioso. Ahora mismo, dicho primer colectivo es el más peculiar en larguísimo tiempo de la preeminencia nacional, notablemente apegado a caprichos, abusos e impunidad. Las sesiones de control al gobierno dejan innumerables reseñas. A nada que pongamos atención, descubrimos mucho indocto expresándose ex cátedra con sueldos fuera de toda equidad y merecimiento, ministras y ministros mayormente.

Cualquiera puede satisfacerse (incluso engreírse) o frustrarse por los dones recibidos de la madre naturaleza. No obstante, salirse del tiesto, menospreciar al ciudadano que sufraga su opípara existencia mientras se sube a la chepa, me parece rastrero, casi delictivo. Da vergüenza ajena la forma en que estos miserables tratan al pueblo. Están convencidos, así al menos lo manifiestan, de que el español es idiota crónico cuando, a fin de cuentas, recuerdan aquel viejo programa de tv cuyo protagonista —tras una retahíla de pugnas dialécticas—  concluía: ”y el tonto soy yo”. “Conócete a ti mismo” aconsejaba el oráculo.

Para evitar su deplorable actuación, para apartarlos del poder en beneficio del país, estemos pendientes de sus obras, de lo que les preocupa el español de a pie; démosles una lección ética y democrática. A todos. Si ellos no quieren saber nada de nosotros, ¿por qué razón tenemos que estar pendientes de ellos? O los frenamos o desmantelan España y la democracia, si es que queda algo de ella. ¡Cuidado con la Ley de Seguridad Nacional!

 

 

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