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Ultras


Ultra significa “más allá de”, “al otro lado de”. En política, “extremista”, que practica el extremismo. Imagino que su uso políticamente continuado, extensivo, y por congracia también social, tiene por objeto dañar la imagen del contrario toda vez que la nuestra carece de remedio posible, mágico, aun excepcional para evitar el vocablo milagroso tan denostado y detestado por aquellos sectores que luego quieren hacernos comulgar con ruedas de molino. ¿Quién no conoce la facundia intachablemente autoritaria de algún gerifalte, ella o él, que no para en mientes y luego potencie un amaño con las mayores bendiciones ético-sociales? Sabemos de individuos y colectivos que han construido su modus vivendi sobre la práctica injusta, pero fructífera, de conformar entidades que ni en el preámbulo ni en los hechos posteriores justifican ninguna aclamación pública.

En el realismo ingenuo, ordenando las cosas según su colocación, último es quien se encuentra en un extremo, más allá. Ultra designa más allá; por tanto, último es ultra. Este silogismo que no parece implicar falacia ni peligro de paralogismo, suele terminar en la papelera del mayor documentado, no digamos el nulo rastro, incluso boquete, que deja en la mente del iletrado. Vamos, si uno u otro por azar, inspiración o, simplemente por guasa inconcebible, tomara vez preguntando “quién es el ultra” el incidente terminaría de malas maneras y, desde luego, en los noticieros. No sería para menos. Sin embargo, prescindiríamos de velas y otras artes que emplacen a la contribución ultramundana (aunque parezca testarudez solo es consejo semántico) al objeto de retraer una paz que nunca estuvo a las puertas del discernimiento, como adivinarán mis amables lectores.

Diseccionemos con cierta agudeza mordaz esa vieja sentencia que menciona dicho, hecho y trecho, desestimando toda mesura lexicológica. Una vez expuesto el dicho, el hecho comúnmente incuestionable, pasamos directamente al trecho. Por cierto, me he topado con una acepción desconocida que puede clarificar —imagino de forma anecdótica— el busilis “ultra”. Trecho, vocablo excitable, “provocación” que atajaría cualquier silogismo incómodo, significa “desbrozar”, es decir limpiar de hojarasca polemista, ininteligible, el término ultra para entintarlo de forma diabólica, selectiva; un atributo añadido al albur por quienes toman sin solvencia ni legitimidad la prescripción de bautizar a cualquiera aun sin consentimiento del neófito. Tal “desbrozamiento” lleva la expresión ultra (último) a su sinónimo ponzoñoso “facha”. Se imaginan a alguien preguntando en una cola, ¿quién es el facha? Cuestión de gestar concepciones postizas con gametos disonantes.

La principal sorpresa que existe hoy, su clave, es que nada sorprenda. Creo haberla alcanzado, desconozco si por edad o debido a mi carácter escéptico, próximo a los arrabales del nihilismo político. Para ser sincero, políticamente hablando, nihilista total, pero no por generación espontánea sino por convicción inculcada. Gente cercana, de mi propia familia, afirman con apasionamiento dogmático, infundado, que todos los políticos no son iguales. Creo recordar a estos efectos que alguien años ha, para refutar argumentos perturbadores, a medida, dentro del propio Parlamento, estableció la imposibilidad de que hubiera diferencias añadiendo que podría advertirse, si así fuera, la existencia de señoras medio embarazadas. Es decir, por lógica, todas agestadas o todas gestantes, pero no medio embarazadas, o embarazo psicológico, para cimentar razonablemente cualquier tesis que beneficie a conmilitones o líderes con crédito imaginario, postizo.

Desde luego, ultra tiene dicción tan embarazosa (nunca mejor dicho) que ya no la utiliza, originaria siempre del lado siniestro, político alguno de postín. Ahora se decantan por “facha” o, si disponen de tiempo y les queda alguna neurona con flecos históricos, “fascista”. Ultra solo sugiere expresión acogedora en el deporte, básicamente futbol, porque quiebra la crema político-social limando cualquier diferencia. Todos se revisten de asilvestrados incívicos, extremistas, violentando formas y distingos en defensa inicua de determinados símbolos o colores. Hincha parece suavizar, tal vez sin conseguirlo, el apelativo ultra al reactivar una muchedumbre variopinta, pero meticulosa, en turba inquietante. La hinchada oscurece de incógnito al caballero, presunto a veces, y al villano.

Facha como sustantivo significa mamarracho, adefesio. Seguramente tal precedencia o particularidad se ajuste a nuestros políticos mucho mejor que el adjetivo que implica practicar una ideología política reaccionaria, fascista. En puridad, hoy el fascismo no existe porque fue doctrina coyuntural, irrepetible, dentro de Italia con Mussolini, por tanto, queda como único aparejo de facha el aspecto reaccionario, opuesto a cualquier innovación. Dicha fórmula conlleva, contra viento y marea, que independentistas, Podemos y el sanchismo fraudulento —presuntamente mangante— son reaccionarios persuadidos, sin ningún tipo de reparos, por consiguiente (expresión fetiche de Felipe González) fachas. De pura insolencia, se atreverán a rechazar tan contundente axioma.

El momento político actual, revuelto, fariseo, ha convertido facha en argumento retorcido, fluctuante e inverosímil que la izquierda auténtica (extrema, ruinosa, totalitaria) o farsante (sanchista, cara, ni chicha ni limoná) a las que se suman los líderes/jetas del independentismo vacuo, escupen —acto poco dialéctico— a quienes defienden posturas diferentes, más si son contrarias. Al tiempo, muestran piel fina, exquisitez sensible, cuando se osa definirlos con evidencias incontestables. Ocurrió el miércoles, treinta de mayo del presente dos mil veintidós, cuando Santiago Abascal llamó autócrata a Sánchez por decidir él solo el cambio de posición española sobre el Sahara. Sánchez mosca, puntilloso, lo consideró un insulto y exigió que se quitara del diario de sesiones.

Ocasionalmente, al igual que el internauta abre ventanas de forma convulsa, uno tropieza con ideas excéntricas por casualidad, quiero decir sin escudriñar más que lo preciso. Todavía no sé si llamarlo digresión o aparte, pero advierto que encuentro auténticas dificultades para constatar si es más lesivo perder la dignidad o el sentido del ridículo. Creo a pie juntillas que perder este último es peor porque la dignidad (pese a su dificultad) puede recuperarse, aunque sea en parte, pero es imposible redimir el del ridículo. Tal reflexión viene a cuento recordando las palabras dichas jornadas atrás por Isabel Rodríguez, a la sazón ministra de Política Territorial y portavoz del gobierno, con ocasión de la huelga de la Plataforma Nacional por la Defensa del Transporte: “Son una minoría violenta y de ultraderecha”. ¡Es la economía, estúpida!

 

 

 

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