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Mi pueblo y el recuerdo de la infancia


En algunas ocasiones, cuando se anda casi perdido en el mundo urbanita, a los naturales de pueblo nos salta el chip del pasado y consideramos nuestra vida semivacía si no retomamos, en la memoria, los placeres que nos otorgó el contacto con la naturaleza. Es evidente que la ciudad nos presenta una amplia oferta cultural y de ocio, pero a nosotros, los nacidos cerca de la tierra y el barro, del olivar y la viña, de la huerta y de los campos, que vivimos la intemperie en el pasado, el tórrido sol de la trilla y la deseada brisa que avienta la mies, nos sigue faltando algo. Que linda imagen es el vuelo en bandada de las aves migratorias, o escuchar la melodiosa sinfonía del trino de los pájaros en plena libertad y el discurrir de las aguas por el río, o brotando de la noria para buscar la acequia camino de la huerta. 

Bienaventurado el que ancla sus raíces en un pueblo, porque siempre estará más cerca de la vida natural, porque verá el mundo desde otra perspectiva sembrada a lo largo de su infancia, conjugada entre fauna y flora silvestre, en contacto con los animales del corral, con su gastronomía, hábitos y costumbres populares… Más aventurado será si sigue manteniendo ese contacto con su pueblo y con su gente, porque se sentirá fusionado con la naturaleza, aflorando el espíritu holístico del panteísmo.

Me gustan los aromas disueltos en el aire, con esa mezcolanza que conjuga el perfume del jazmín y la dama de noche, de las rosas del patio, la higuera y el naranjo con su esencia de azahar. Quedo absorto ante el espectáculo del campo abierto al horizonte, con sus panorámicas tan diversas, sus montes y olivares, su nítido aire empujando a las nubes en su tránsito celeste, o un cielo estrellado de singular luminosidad que permite ver más allá que en la urbe. Escudriñar el universo es buscar las esencias del ser humano, la espiritualidad que le ata al ignoto y misterioso cosmos, donde toma conciencia de su propia nimiedad, que le hace humilde y, a la vez, inmenso.

La magia surge cuando mi auto alcanza la cumbre del pequeño puerto del Cortijo del Pilar y aparece ante mis ojos el valle del Genil. Impresionante vista, con Rute en Lontananza y Cuevas de San Marcos tímidamente asomando sus primeras casas producto de una expansión incontrolada. Entonces me embarga una emoción, anclada en el pasado, que reverbera en mi mente. A la izquierda, tras Montenegro, la Aceña, huertas regadas por las peregrinas aguas de Sierra Nevada, donde mi familia paterna se fraguó. Al frente la Camorra mutilada por el agresivo barreno que le hurtó sus rocas para construir el embalse de Iznajar, cuya presa se esconde a nuestra vista. Ligeramente a la derecha llama la atención la estribación de la sierra del Camorro, testigo de los avatares del ser humano desde la prehistoria, con un hábitat ideal, que acogió en su cueva Belda a las tribus que poblaron la zona durante milenios; sobre ella los escasos restos arqueológicos de la vieja y derruida ciudad y fortaleza de Belda, directamente implicada en la revuelta del rebelde Umar ben Hafsun; a la izquierda el encumbrado santuario de la Virgen de Araceli, patrona de Lucena, atalaya que permite la visión de cuatro provincias andaluzas y sus pueblos (Córdoba, Granada, Sevilla y Málaga); y, cómo no, la majestuosa iglesia de Cuevas de San Marcos  y su impresionante torre que semeja el cuello de un cisne vigilante, cuyos ojos son campanas que otean el horizonte.

Luego, conforme te vas acercando, la presencia de tu pueblo se hace grande y vas recordando los momentos de tu infancia, sus calles empedradas, ahora cubiertas por asfalto y aceras enlosadas; sus viejas fachadas renovadas que ocultan el ayer; los extintos bares de antaño donde los hombres, tras su vuelta del campo, ahogaban sus penas y buscaban regocijo para evadir el cansancio. No, no es lo mismo lo que hay que lo que fue, pero, detrás de cada casa, de cada calle y plaza, está la historia que le avala… y esa historia, escrita en tu memoria, aflora ante el estímulo visual que ofrece el pueblo. Por ello revives el pasado en añoranza, con tus padres y abuelos ya ausentes, con tus hermanos y amigos jugando por las calles, o la escuela donde aprendiste, al ritmo machacón de viejos sonsonetes, donde nacía el Tajo, las cordilleras de España y sus regiones, o cantos guerreros de los vencedores de la fratricida guerra… todo ello ante el temor de la regla fustigante del maestro.

Si tienes la suerte de contar con una segunda vivienda en la localidad, acabas sumergido más profundamente en el ayer. El patio con su parra, las flores en macetas y el perfume que todo lo inunda con la esencia del recuerdo. Es un placer inusitado, relajante, que sosiega al poder estar aislado de la urbe, para encontrarte con la esencia de ti mismo, a través de todo aquello que fraguó los inicios de tu vida, la semilla que germinó para dar el fruto que ahora eres.

Entonces, para mejor vivir aquel pretérito, te sientas bajo la parra, desayunas unos churros del Lirito o un mollete con aceite y alguna fruta del lugar. Luego, en plan más contundente, comes unas migas, un potaje de tagarninas o cualquier otra oferta gastronómica tradicional, que refuerza la remembranza del pasado. Por cierto: ¿has probado en alguna ocasión el potaje de tagarninas?  Los potajes eran el exquisito nutriente de los pobres, de los que aún disfruto gracias a la buena mano de mi esposa con su arte culinario, que despierta en mi memoria aquellos de mi infancia que mi madre cocinaba. La tagarnina hoy se encuentra en el mercado, pero antes, en mi infancia, solíamos ir al campo a buscarla, además de las collejas, como un producto silvestre.

Después, con tu chute de nostalgia, vuelves a la ciudad donde encuentras lo de siempre, tu habitual vida. La próxima semana regresaremos al pueblo para cargarnos de la energía del ayer, que se guarda en el almacén de los recuerdos.

¡Qué suerte tienen los nacidos en un pueblo!

 

Antonio Porras Cabrera

 

 

 

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