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Novak Djokovic, o la presunción de un dios menor


He de reconocer, y no es la primera vez que lo hago, que el ser humano se impulsa más por emociones que por razones, sobre todo si su nivel intelectual no alcanza a comprender el campo en el que se mueve. El proceso de razonamiento se fundamente, sobre todo, en la capacidad de análisis intelectual, que un sujeto posee para sacar conclusiones sobre una materia, en base a los datos que percibe sobre la misma, y al amparo de sus conocimientos previos, que fraguó a lo largo del tiempo, respecto a ella; o sea, los conocimientos que se tienen, sobre esa materia, te cualifican para opinar más acertadamente sobre el tema, al abrigo de tu inteligencia; lo que no es óbice para que cada cual se forme su criterio, incluyendo su autocrítica respecto a su nivel de competencia.

Pero cuando el individuo no tiene esos conocimientos y necesita forjarse una idea que le evite el conflicto de la duda y el penoso ejercicio de pensar, busca la mejor opinión entre aquellos que le parecen sí los poseen. En esos casos asume postulados de otros, a los que otorga el crédito necesario para considerarlos ejemplos a seguir o doctos en la materia; es decir autoridad en el tema. De ello se desprenden los dogmatismos irrefutables y los pensamientos enquistados resistentes a la argumentación lógica.

El error radica en que al supuestamente docto, afamado personaje de reconocido prestigio, pero en otro asunto ajeno al que nos ocupa, se le revista, u otorgue, ese infundado crédito y, por simpatía, acabemos defendiendo los postulados irracionales del famoso. Eso sin contar con la benevolencia y tolerancia de sus fans para con el idolatrado líder.

En este sentido ya tenemos dos variables contaminadoras: por un lado lo revestimos de falsos conocimientos sobre la materia; por otro justificamos su irregular actuación y, lo que es peor, lo consideramos un ejemplo a seguir, tomando partido por él, ante cualquier conflicto que se presente por el incumplimiento de la norma o ley establecida. 

Creo que fue Trump el que dijo: “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. Lo que demuestra hasta qué punto la razón es derrotada por la emoción y la pasión del hooligan. Sus seguidores son vehementes, como los de cualquier líder de masas, llegando a extremos inusitados, pues ponen a sus líderes por encima de la ley.

En estos tiempos de pandemia, de negacionismo e irracionalidad de algunos personajes del mundo de la farándula, el deporte y otros campos, estamos observando inauditas posturas, bien de endiosamiento por parte de esas figuras o de seguidismo de sus fans, como puede ser el caso de Djokovic, engreído por la fama que le lleva a la petulante soberbia de creerse por encima de la norma, e ir arrastrando, con su ejemplar conducta, a su masa de seguidores hacia su presumible negacionismo. El embrollo que se da con Australia es buen ejemplo de ello, hasta tal punto que, está desembocando en un conflicto diplomático internacional, o al menos, algunos lo pretenden ver así.

El señor Djokovic, que es, hoy día, el mejor tenista del mundo, eso nadie lo niega, seguro que es un inexperto en otras materias no relacionadas con el tenis o, al menos, estará en las mismas condiciones que estamos los demás mortales. Creo que fue Einstein quien dijo: “Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas”. Pero, al amparo de su fama, hay quien le reviste con autoridad como líder de opinión, al igual que hacen en otros casos. Allá ellos, pero nosotros, los mortales de a pie, los que hemos seguido la pautas de actuación establecidas para controlar o minimizar los efectos de la pandemia con conocimiento de causa, debemos exigir que se aplique la norma sin discriminación alguna, máxime cuando puede haber una actuación punitiva, agravada por la mentira intencionada para evadir su cumplimiento. Cuestión que es aún más punible o rechazable por su trascendencia social.

Djokovic, según las autoridades australianas, ha mentido para entrar en el país sin cumplir la normativa exigida a todos los que acceden al mismo. En ese asunto, en todos los países del mundo que defiendan la igualdad ante la ley, no ha de haber discriminación, ya sea con el tenista o el sursuncorda.  

Sin embargo, muchas veces, observamos favores o indulgencias con determinados personajes del mundo de la política, el deporte o de la fama en general. Tal vez sea por esa especie de “nepotismo desilustrado” ?permítaseme el término como constructo explicativo de las conductas de quienes favorecen a los suyos, o afines, aunque no les atienda la razón? o sea, favor que el poderoso otorga a otro de su clase e influencia social por ser quien es, aunque vaya contra la lógica, incluso la norma, como puede ser este caso concreto, capaz de movilizar a una ingente cantidad de seguidores asumiendo un liderato irracional por su postura y actitud ante el conflicto. Puede que esa movilización le dé miedo al político, temiendo perder parte de su popularidad; o puede que esté atrapado en una dinámica perversa donde se acepte que a determinados sujetos, por su peso específico, se les deba favorecer en función de intereses espurios, o el posible influjo en la aplicación del derecho que pueda tener su cartera, cuenta corriente o proyección social y política. 

En este caso, estoy con el Gobierno australiano y creo, lógicamente, que fuera de las pistas de tenis, el señor Djokovic, es un simple mortal como todos nosotros, a los que nos hacen pasar por el aro. Mucha gente anda cansada de que un señor que se pasa la vida pegando a una pelota para mostrar ciertas habilidades y montar el espectáculo, tenga mayor consideración social que un científico que se calienta la cabeza buscando la vacuna para salvar miles de vidas.

En el mundo falta mucha formación y educación para lograr que los ciudadanos consigamos suficientes conocimientos y, así, ser objetivos en el ejercicio de nuestro libre albedrio. Aquí juegan los valores y principios que se han de defender en un mundo de humanismo solidario.

 

Antonio Porras Cabrera

 

 

 

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