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El hechizo de Granada


"Nunca vi Granada", escribía el poeta y cantaba Paco Ibáñez, al que conocí personalmente en Teba, ya sólido sesentón, de la mano de un amigo común, en la presentación de su libro.

Granada es la ciudad que, bajo mi opinión, tiene más hechizo y embrujo de cuantas conocí en España y puedo decir que fueron muchas. Excelso título ese, en un país tan rico en patrimonio, tan diverso en cultura, lenguas e historia, lo que permite que cada lugar tenga su singularidad, su idiosincrasia forjada en el pasado, manifestada en el presente como un reclamo o testigo de un rico ayer, que subyace impregnando su arquitectura, monumentalidad y urbanismo. Sin salir de Málaga ya encontramos testimonios de fenicios, griegos y romanos; godos y bizantinos; de judíos, árabes y cristianos. Nuestra alma es polícroma, forjada por culturas milenarias, por credos y anatemas, por luchadores por la libertad que, el flamenco, expresa con hondura, cantando su tonada entre olivares.

Pero Granada es especial, tiene su encanto. Su embrujo impregna el éter y su imagen seductora atrapa la mirada con su magia singular. De su entorno y esencia emanan sueños y musicalidad, donde la vista se recrea en fantasías, en un tropel de imágenes inéditas. La sierra le ofrece un blanco manto para cobijarse del frío invierno que ella misma forja. Granada mira a su vega y le manda, por nutrientes, las aguas del Genil, que va destilando la sierra, para hacerla fértil, verde y cuna de poetas.

La Alhambra es atalaya, en su alcazaba, de sutiles adalides del pasado que le otorga la impronta de su ayer. Sus palacios son luz polícroma, destellos de soles, ocultando bajo su rojo manto el canto del río Darro, que, ilusionado, baja a penetrarla con pasión de enamorado allá por Santa Ana, mientras el azahar inunda el Generalife de tentador perfume a primavera. Carlos V, en su palacio iconoclasta, forzosamente incrustado entre tanta belleza nazarí, se hace fuerte reclamando para sí todo el dominio.

Magia de sus calles y sus casas, del Albaicín con esencias árabes de un histórico pasado, hasta el Sacromonte cargado de fragancia gitana y poblado de cuevas, donde un toque de guitarra acompaña al baile de requiebros endulzados de la zambra. Su catedral y capilla, su Alcaicería y la plaza Bib Rambla, la Virgen de las Angustias y el río Genil que se marcha.

¡Nunca fui Granada!, cantaba el poeta. Granada es para verla y después cerrar los ojos y aprehenderla, para vivirla y beberla, para pasearla y gozarla, para respirar su fresco aire, obsequiado por la Sierra, que lo manda a caballo de la brisa para despertar el alma. Nunca vi Granada, clamaba Alberti en su poema Balada del que nunca fue a Granada. ¡Ay, qué desgracia la suya! Francisco de Icaza escribió: “Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser, ciego en Granada”.

Hace poco fui a Granada llamado por la música. Fue oportuna su llamada para gozar de la magistral interpretación de la orquesta del Ayuntamiento en el Teatro Municipal Isabel la Católica bajo la experta batuta de la directora Silvia Olivero Anarte, malagueña de pro, a la que admiro y aprecio.

Volví a Granada y, una vez más, me traje su alma anclada a la mía, repleta de versos, de rima y de poesía. ¡Ay, pobre de aquel que nunca fue a Granada!

 

Antonio Porras Cabrera

 

 

 

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