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Olvido humillante


Permítanme que, aguijoneado por las circunstancias, haga un paréntesis fugaz en la temática habitual y defienda mis raíces cual hábitat genuino. Pondré en ello, a falta de eco difusor, enorme voluntad. Me repugna que la cercanía de los hechos pudiera afectar mi rectitud, aspiración esencial de cualquier articulista ecuánime, independiente.

Sin concretar lugares geográficos, sé casos reprobables por conocimiento personal o referencias contrastadas. También este capítulo tiene respuestas dispares y remedios enfrentados a doctrinas que catequizan una igualdad deontológica, mecánica, cuasi fraternal. El asesinato de un preboste inglés ha llevado al gobierno a blindar la seguridad del resto de diputados. Aquí, en España, se toman medidas a priori incluso con escasas evidencias de peligro físico. Todos conocemos el caso del ex vicepresidente Iglesias cuya mansión era custodiada por decenas de guardias para evitar “escraches” ácidos o manifestaciones incómodas. Percibimos que el gobierno, líderes y personal destacado, poseen seguridad a cargo del contribuyente. ¿Quién responde de la seguridad ciudadana y a quién se imputa su costo? ¡Qué bobada de respuesta!

Asaltos, desmanes, hurtos, son prácticas rurales cuya difusión apenas recogen los medios, principalmente audiovisuales. Es absurdo realizar con ellos un muestrario rutinario, ortodoxo, sin más. La trascendencia delictiva debe marcar cualquier análisis por mucho que afecte intereses propios, legítimos, crematísticos. Propinar maltrato físico a alguien, obviando consecuencias finales o secuelas, ha de considerarse el signo más temible de inseguridad. Atentar contra los bienes materiales, son trances gravosos, irritantes, pero hasta cierto punto tolerables; tal vez, intolerables.

Pretendo dar voz a un escollo específico del mundo rústico con la escasa convicción de que, paso a paso, alguien resuelva las múltiples carencias de la España vaciada. Preocupa que el escenario presente señale un síntoma, no la enfermedad; denote avidez, pero no refrende ejecución. El cotejo indica que al síntoma/apetito lo caracteriza un marco amplio, genérico, ilimitado. Mientras, la enfermedad/ejecución viene determinada por espacios de delincuencia individual, restringida. Sin contar con datos oficiales, creo que los síntomas se han disparado (también la enfermedad proporcionalmente) de forma exponencial. Pandemia y crisis —unidas a un gobierno social-comunista inmerso en propagandas fraudulentas, asimismo a una sociedad hipnotizada, quizás estúpida e insensible— han acarreado esta coyuntura cada vez más preocupante.

La Manchuela conquense-albaceteña, subcomarca triangular que nace en Minglanilla, colinda el río Cabriel y supera el Tajo hasta toparse con Almansa, Albacete y La Roda, es zona de almendros. Dicen los entendidos que su fruto tiene una calidad excepcional; sin menospreciar otras áreas, la mejor almendra de España. Yo, nacido en aquellas tierras (Manchuela conquense) antes de extenderse su cultivo, conozco la materia e incluso poseo una pequeña heredad.

Los agricultores saben bien de esfuerzos, sacrificios familiares, privaciones y renuncias. Escasez de agua y clima extremo hacen peligrar con frecuencia sus cosechas ahondando penurias y desesperanzas. Si ya el entorno es difícil, duro, turbulento, faltaban los amigos de lo ajeno para herir todavía más a quien soporta tan pesada carga. El campo jamás ha defraudado: quitar algo para comer se acepta por la ancestral costumbre campesina, pues se considera moralmente bueno satisfacer lo perentorio, pero no dar cobijo a la disipación. Fuera de ese gesto que ratifica el fin social de la propiedad, cualquier adquisición sin previa licencia se considera hurto. Entre otros muchos generalizados, el caso que deseo exponer —con total autenticidad— fue la sustracción en un bancal (desde los propios árboles) de mil kilogramos de almendra, aproximadamente, cuyo valor se tasa entre mil y mil quinientos euros. Es decir, se trata de un delito importante.

Pese a la magnitud de lo cogido, sospecho que el asunto quedará impune. En ocasión anterior, y ante el continuo merodeo de desconocidos (personas y fines) por el término municipal, los agricultores de mi pueblo formaron un grupo de WhatsApp. Parece que la autovigilancia resultó satisfactoria. No obstante, aparte su evidente desafuero, corresponde al Estado salvaguardar derechos e intereses salvo olvido o dejamiento de funciones; en ambos casos desafortunada praxis y degradación gubernamental. El medio rural, imprescindible para alimentarnos, tradicionalmente ha sido marginado.

Nuestros campesinos, hechos de cuitas meteorológicas y sinsabores, saben de olvidos e indignidades como nadie. Dueños de todas las inseguridades (económicas, meteorológicas y políticas), ahora suman la de quienes —al amparo de lo inmenso, de lo furtivo— fijan en ellos su atropello. Conforman sombrías y desentrañadas cuotas sociales que suelen salir de sus cubículos cuando desaparecen los últimos rayos vespertinos. Deduzco la dificultad para poner remedio a parecidas situaciones en el agro español. Ayuntamientos y Diputaciones deben conocer esta problemática y ellos tendrían que actuar primero. Tal vez aumentar la guardia civil, bien provista con medios móviles, junto a controlar los circuitos, asimismo particularidades, de las redes comerciales, menguara o concluyera parcialmente esta picaresca en claro ascenso. Hasta que llegue ese momento, estarán condenados injustamente al olvido humillante.

 

 

 

 

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