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El copo. De la muerte


El sol ha cambiado de lugar. Cuando camina a poniente, nace anaranjada una ligera sacudida de recuerdos sin futuro. Es entonces, por un momento, cuando siento.

A mi alrededor y conmigo, sin la fértil compañía del riesgo, brota, cuando amanece el tedio, la tarde que oscurece la sensualidad del despertar.

Ni siquiera puedo achacar mi muerte al otro. Ni siquiera puedo empuñar la daga del suicidio. Ni siquiera el desconocido Dios me sirve de excusa. Nadie es culpable, tal vez la brisa que dejó de besar.

El chasquido del asombro ha dado paso a una serie de goznes que cierra el paso luminoso del vértigo de ser. Tan sólo en mi sombra, grotescamente alargada, intuyo la silueta del que fui.

Se ha esfumado mi capital de visiones. Ahora todas las gaviotas son blancas; las dunas, montículos de arena acumulada; el ocaso, un anochecer más; la orilla, un paseo rutinario; y Dios empieza a ser el otro.

Tengo la certeza de saber lo que pisan mis pies, lo que palpan mis manos, lo que abarca mi vista. Y también sé que el pálpito de mi corazón es el idéntico tictac de todos los seres que deambulan sumisos al destino.

Aunque intento abrir la ventana del asombro, y buscar en lo gris un perfil de originalidad, nada ocurre, porque nada trastorna, ni siquiera fugazmente, la asesina sombra de la seguridad. El suicidio a la vida se ha consumado, y la existencia transcurre.

Los milímetros del mañana están perfectamente encajados. Sé todo lo que va a acontecer, y lo asumo; pero en la quietud de la muerte trazo una línea con tiza de esperanza.

Seré invadido por el quizás.

 

 

 

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