Vaya mandanga que hay armada en la “patria del fútbol” -a la que pertenezco- por el caso Messi, su diáspora de Barcelona y, por último, el fichaje del argentino por el “Paris PSG”.
Aclaro, para evitar malos entendidos, que soy sevillista, más claro: “palangana” de pura cepa desde que mis ojos se abrieron a la división de honor hace más de sesenta y cinco años.
Me encontraba pasando una miaja de hambre ejerciendo como maestro nacional en Dos Hermanas, y jugaban en esa época en el Sevilla FC mi compañero de estudios Payá y mi vecino del “barrio obrero” melillense, un tal Pepillo, ilustre futbolista de los que hacen época; ellos, buenos paisanos, me “colaban” por la “puerta de oficio” de Nervión; cuestión de economía.
Una nación consternada por la marcha de Lionel, un torrente de lágrimas del gran pelotero, toda la prensa pendiente del numerito del argentino, cuarenta millones y otra “cuarentena” más, el megavatio a toda pastilla, el abecedario griego avanzando, el bicho que juega a quedarse, la “caló” que nos agobia, la falta de atención médica en muchas ocasiones, la canina que se ceba en una chica malagueña de veinte años, la tercera vacuna que avanza… y yo, achacoso y viejo, que veo a la parca con cayado en mi sombra reflejada en el suelo.
No comprendo tanta consternación, no comprendo nada. Ya lo escribió Pessoa, único escritor al que leo, cuando sentenció: “Para comprender, me destruí. Comprender es olvidarse de amar. No comprendo nada al mismo tiempo falso y significativo que aquel dicho de Leonardo da Vinci de que no se puede amar u odiar una cosa sino después de haberla comprendido”.
Por eso me viene muy largo que algunos comprendan las lágrimas del pequeño gran Messi.
Sean felices “porquesí”; y lean a Fernando Pessoa.
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