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Fondo y trasfondo


La resolución del Tribunal Constitucional, sobre si el primer Estado de Alarma se ajustaba o no a Ley, ha levantado un raudal de comentarios casi ninguno subordinado a argumentos jurídicos rigurosos y, probablemente menos, al sentido común. PP y Ciudadanos —ambos a medio camino, como siempre— tras aprobar algunas o todas las prórrogas, ahora airean (con razón que no excusa su complicidad) los tics totalitarios de Sánchez. Vox, preso también en la telaraña sanchista, muestra exultante un éxito contradictorio, impuro. Medios e izquierdistas opresores, tácitos o patentes, ponen el acento en que Vox pidiera antes que nadie el Estado de Alarma para desautorizar, apelando a su escasa autoridad moral, todo asidero al recurso de inconstitucionalidad impulsado por dicha sigla. Quizás sea invalidante, poco ejemplar y paradójico, exclusivamente, que aprobaran la primera prórroga tras quince días de confinamiento total.

He oído exposiciones de expertos juristas y leído artículos, supuestamente escritos por autores solventes, con tesis desiguales y conclusiones opuestas. Es evidente que el Estado de Alarma nunca puede ser inconstitucional; sí su práctica o fondo ulterior.  Este último aspecto esconde las discrepancias habidas. Siempre es difícil, por no decir imposible, armonizar juicio y dogma perdiéndose en el litigio privativo gran parte de la plenitud intelectual que termina por adoptar senderos especulativos. Compruebo, sin concesión, que quien se alinea conservador-liberal defiende la inconstitucionalidad, corrobora el desafuero en las medidas tomadas (por tanto, deben anularse) y pide dimitir al gobierno. Por el contrario, quienes beben del marxismo o perciben óbolos espurios consideran ajustada y necesaria la norma porque la otra, más restrictiva, debiera aplicarse solo en casos de desórdenes sociales; presunción libre del texto constitucional.

Resulta complejo adoptar una posición minuciosa, firme, en tema tan intrincado. Sospecho que los textos legales, a propósito, tienen un lenguaje impreciso en el que los hermeneutas concluyen, incluso, con exégesis opuestas. Desde mi punto de vista, hay dos basamentos axiomáticos: los textos tácitos, virtuales (que cobijan derecho natural o consuetudinario), y el sentido común. Cualquier resolución que violente alguno de ellos se ilegitima a sí misma por muchos considerandos que la arropen. Jueces en activo, excedencia y jubilados, medios de comunicación, políticos y analistas —contrarios a la sentencia— inciden en que el Estado de Alarma era patrón ideal, único, para resolver la espinosa y mortal incertidumbre provocada por el Covid. El gobierno, responsable (artículo dieciséis, punto seis de la Constitución) ante los casos de alarma, excepción y sitio, hizo suspender, no restringir, varios derechos constitucionales según los ponentes.

El Tribunal Constitucional, sin aspirarlo, ha conseguido una catarata de críticas rayanas a veces en la injuria corporativa si tenemos en cuenta la opinión de Manuel Aragón Reyes desmenuzada en El País el veinticuatro de diciembre de mil novecientos ochenta y tres. Aconsejaría su lectura para constatar cómo un mismo hecho tiene tratamiento diferente, si no opuesto, a cuenta de la propia ideología. Desde luego poner en evidencia cualquier Institución, por no concordar con su despliegue actitudinal, no empaña la misma sino el sistema democrático. Sorpresa, sintetizaría —inadecuada y falsamente— el cúmulo de emociones que deben arrebatar al ciudadano razonable cuando lee u oye determinadas conclusiones en individuos con crédito, a priori, fundado. Estos personajes demuestran, sin complejos, hasta qué punto el dogma puede trastocar una reputación merecida.

Reconozco la dificultad objetiva que existe en discriminar realidad, apariencia e interpretación. Realidad implica esencia y existencia de algo o alguien. Apariencia es el conjunto de características con que algo se presenta al entendimiento. Jacques Lacan identifica apariencia con realidad cuando afirma que esta es el “conjunto de cosas tal como son percibidas por el ser humano”. Interpretación es el contenido material ya dado traducido a una nueva forma de expresión. La reserva reside en si el intérprete forma parte o no de ella. Dar forma exacta a estos vocablos puede ayudar a aprehender, aunque sea de forma sutil, el guirigay ocasionado por la contrariedad de un gobierno desaforado, furibundo. Constitución y articulado, concretamente el ciento dieciséis, es o debiera ser una realidad tangible.

Inmersos en los terrenos de la apariencia e interpretación, debemos atenernos a umbrales perceptivos obtusos y ausencia analítica como rudimentos que abjuran de precisa actividad intelectiva. Conde Pumpido, miembro del TC, ha señalado que “la sentencia crea un grave problema político”. No, señor Pumpido, la sentencia atribuye al ejecutivo un abuso de poder político; por tanto, restituye derechos constitucionales pisoteados al ciudadano. El “grave problema político” es padecer un gobierno de corte liberticida. Por eso ha recibido la agria censura jurídica ganada a pulso. Mi escepticismo recalcitrante me lleva a viejos recelos sobre cualquier tribunal constituido por cuotas ideológicas. Sin embargo, algunos fallos judiciales de última hora devuelven cierta confianza en la primera barrera que encuentra el ejecutivo para imponer un régimen autoritario.

Igual que los cielos oscuros acompañados de aparato eléctrico anticipan lluvia, sacar a colación temas sin planificar, o faltos de interés social, encubren actos villanos y políticas rastreras. El nocivo proceder del ministerio correspondiente nos enfrentó a Marruecos por “comprender” al pueblo saharaui y cuidar las relaciones gasísticas con Argelia. A cambio creó un dilema nacional y europeo en las fronteras de Ceuta y Melilla. Luego, Sánchez pretende corregir la amistad americana que Zapatero, en dos ocasiones, rompió chulescamente. Hizo el ridículo. Los indultos se compensaron “aplicando” vacunas y quitando mascarillas, trofeo laureado que ayudo a favorecer la quinta ola. Son dos ejemplos sacados del inmenso escaparate, propaganda y patio de Monipodio en que han convertido esta nación cuya penitencia empieza ahora a cumplir. Restan tiempos feos.

La agria polémica originada por una resolución del Tribunal Constitucional, a todas luces, llena de sentido común y beligerancia contra quien pretenda amordazar el poder judicial, sugiere un fondo rotundo: Sánchez no perdona a quien le lleve la contraria. Pudo advertirse en su polémica con Ayuso cuando centraba en ella multitud de ataques utilizando la propia servidumbre o los medios, valga la redundancia. Ahora ocurre lo mismo: no hay comunicador, analista o programa que no “expectore” sobre el TC saltándose líneas y formas democráticas. Existe un deseo infinito de venerar la egolatría del césar, simulacro de chamán oneroso e inútil. Aunque, como reseño, el fondo sea la sumisión sacra, subir al pedestal a este semidiós que nos ha concedido la naturaleza, emerge un trasfondo muy preocupante, sin rebajar la inquietud que produce el fondo. Más allá de cualquier abuso y clamor, se aprecia un ávido apetito de perpetuarse en el poder.

 

 

 

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