Los ciudadanos catalanes que, previo sorteo, conformarán las Mesas Electorales de próximo 14 de febrero pueden y deben ser tildados como auténticos héroes y/o mártires.
Y no me refiero, lógicamente, a los interventores y apoderados de los diferentes partidos que conforman el abanico electoral, ya que ellos y ellas acudirán para servir a sus jefes superiores inmediatos y apuntarse un tanto a favor de cara a un futuro si salen victoriosos los suyos.
La faena de los Presidentes y Vocales de Mesas -no uso el lenguaje inclusivo para no ser farragoso- puede ser épica. En primer lugar, el maldito madrugón en un día festivo, las doce horas de permanencia en el local, los ridículos bocatas que les prepara la Generalitat y la enclenque limosna que reciben por ser ciudadanos de bien dan lugar a un tedioso y puñetero día.
Todo lo anterior se produce en cualquiera de las elecciones que se celebran, pero ésta en particular, la del día de los “enamorados” con la covid-19 rondando a su alrededor debe ser dramática en todos los sentidos.
Embozados durante doce horas, rociando continuamente gel al por mayor por los alrededores, no sabiendo qué hacer con el DNI del votante, limpiando una y otra vez la urna, virando la cabeza ante un posible estornudo, aguantando estoicamente la tos delatora, etc.
Y el recuento, el recuento una por una de todas las papeletas de los votantes debe ser un auténtico calvario.
Cualquiera sabe qué ha podido hacer una mala persona -porque las hay- con las jodidas papeletas en su casa. Y llegará el negacionista sin mascarilla y se armará el lógico remolino de empujones e improperios; y ellos, inmutables y pálidos en su mesa electoral intentando poner orden para que la “cosa” no vaya a más o a menos, sino en su justo lugar: o sea, intentar saber qué hago yo en semejante sitio jugándome la vida para que otros se peguen la “vidorra”.
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