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Francachela, agitación y fanatismo


Llamamos francachela a reunión de varias personas para divertirse comiendo o bebiendo, generalmente revelando actitud tosca y libertina. Con frecuencia le acompaña el desenfreno; es decir, acopia excesos fuera de todo control. Si siempre este proceder depara consecuencias enojosas, cuando no lamentables, el protagonismo de una pandemia insólita lo hace especialmente ofensivo, preocupante. “Hemos vencido al virus”, propaganda maquinal, estúpida, de Sánchez, marcó un antes y un después con respecto a la concienciación juvenil sobre los efectos de dicho virus. Verdad es que, tras el desmadre, los medios enfatizaron las graves consecuencias que pudieran originar aglomeraciones sin distancia de seguridad ni mascarilla. Transgreden la norma y, sobre todo, ponen en peligro potencial a su familia.

Este escenario que los medios airean, ignoro si con afán didáctico o divulgativo sórdido, despiertan modales anárquicos e insolentes —paradójicamente adormeciendo principios de solidaridad social— que dejan expandir la pandemia. Vislumbro, empero, que ambicionan un propósito más significativo: el aturdimiento de la población juvenil. Concentraciones ilegales, fiestas organizadas a través de redes sociales, botellones, etc., desoyendo las normas, poniendo en grave riesgo al resto y sin respuesta eficaz por parte de las fuerzas de orden público (probable inacción gubernamental), conlleva la conclusión de que sustancia y apariencia están muy distantes. La apariencia admite pensar que aceptación debe ser pauta impuesta por aquel eslogan horaciano “carpe diem”; es decir, vive la vida como si fuera tu último minuto. Te lo permitimos, sugieren decir.

Creo, pese a todo, que este análisis roza sutilmente el verdadero contenido. Lo legítimo tiene trascendencia sobre lo legal, por tanto —para ciertas intenciones— conviene un trasfondo que supere lo legal, una especie de adoctrinamiento social empezando desde la raíz (obviando ingenierías sociales al punto) para generar sempiternos, fecundos, códigos de acción. Juventud y rebeldía, una rebeldía adictiva, es patrón idóneo para cualquier activista revolucionario. La expresión: “el tiempo no borra, ubica”, constata cuán acertada es dicha iniciativa capaz de superar maneras e instantes.

Estas premisas por sí mismas explican qué puede impulsar al gobierno a adoptar posturas negligentes, si no presuntamente prevaricadoras, respecto a ilegalidades cometidas por jóvenes. Tal tolerancia, ese menosprecio inducido a la ley, conforma por compensación reos indulgentes con desvaríos gubernativos. Así lo proclama Stanley Milgram cuando afirma: “La desaparición del sentido de responsabilidad es la mayor consecuencia de la sumisión a la autoridad”. El conjunto perfila un camino incómodo, tal vez, alarmante.

El gobierno sabe —al menos Iglesias, sí— que para legitimar cualquier régimen hay que deslegitimar otro, empezando por agitar la sociedad y concluir con un golpe de Estado. Normalmente, constituye el proceso teorético que desgrana cualquier totalitario para, tras pasar a la acción, trocar una democracia en tiránica dictadura. Acentuar fallos e injusticias de sistemas liberales (mientras se falsea cómo conseguir un sistema justo, transparente, sin salirse de él) actúa de imán eficaz con individuos ingenuos o poco reflexivos. Para desenmascarar a tanto sacralizado postizo basta interesarse por hechos y colocar en cuarentena los cánticos de sirena. Quien se defina defensor del pobre, desconoce su problemática si vive opíparamente. Asimismo, no puede uno formar parte del gobierno y de la oposición. Imposible auspiciar libertad de opinión mientras se pretende acallar a quien discurre contrario. Ya saben, “agitar antes de usarse” es un lema fatídico.

Es evidente que poder ejecutivo y legislativo han caído en la desafección con el plácet de un PSOE inédito e infame. Comprendo que la élite orgánica calle por avidez, pero jamás podré concebir cómo militancia y votantes, sobre todo estos últimos, son incapaces de descabalgar a un personaje que nos lleva a la miseria y hazmerreír mundial. Nos queda Europa, poder judicial y monarquía. Advierto una monarquía fuerte, capaz de soportar ataques frontales y aviesos. El poder judicial, cuya misión es dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece, se mantiene independiente por ahora. No obstante, algún juez dicta sentencias cuanto menos sorprendentes como aquella que obligó a vacunarse a una anciana, contra el criterio de su hija y argumento discutible, amén de arriesgado: evitar contagios a los demás residentes. Menos mal que no sienta jurisprudencia, si no abriría un frente escurridizo, amenazador.

Fanatismo expresa apasionamiento y tenacidad desmedida en defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas. Su forjador y custodio es el dogma; por este motivo, se muestra intransigente, inapelable. Compaginar lógica, acuerdo y cordura con un fanático resulta gravoso, si no imposible, debido a orfandad empática y de raciocinio. Cuando priorizamos credo sobre discurso racional, diálogo y debate quedan a la intemperie, al desvarío que atropella cualquier signo de lucidez. No precisamos ningún esfuerzo para localizar ejemplares adscritos a diferentes sectas (religiosas o políticas) cuyos adeptos están sometidos al poder absoluto del cabecilla. La ciudadanía escéptica, cerebral, lógica, queda confusa al comprobar la estupidez que esconde un alto porcentaje de compatriotas. Los parásitos aprovechados también lo entrevén.

Nos gobiernan dos fanáticos por convicción o, peor aún, por estrategia. Simpleza, ambición y onirismo no exento presumiblemente de otros trastornos —complejo de nuevo rico, verbigracia, y sus secuelas— se han enyugado para llevar a España al estercolero de la Historia, alentados por partidos que pretenden dividirla. Sánchez no para de aventar noticias pintorescas, ridículas. Días atrás se atrevió a asegurar que “España será el faro de la resurrección del turismo mundial”. ¿Puede oírse algo más cómico? Tal vez, otra andanada del mismo protagonista: “Somos uno de los países que más ha trabajado para proteger el sector turístico bajo el liderazgo de la ministra de industria” Si este señor es calamitoso, líder del ridículo, Iglesias lo es del absurdo al considerar a Puigdemont un exiliado asimilable a los cientos de miles que ocasionó la Guerra Civil.

Generalmente se opina que no envilece la voz sino el eco. Tal proposición reporta como consecuencia inmediata el papel peyorativo de los medios unidireccionales que sustituyen su esencia deontológica por subvenciones, prerrogativas o loas viciadas. Si redes sociales, radios y televisiones —agentes casi exclusivos que forman e informan al ciudadano corriente— se dedicaran a exponer novedades de forma imparcial, sin inclinaciones ni subjetivismos maniqueos, creo que saldrían beneficiadas la convivencia y estructura sociales. Dignidad y concupiscencia llevan siglos reñidos pese a que algunos quieran endosarlos en un mismo kit. Los medios, sin duda, son corresponsables de nuestra coyuntura presente y futura por su fanatismo a la hora de crear opinión.

 

 

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