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El algodón no engaña


Sería absurdo rebatir que comunicar —en términos generales— es pasar información de un ser a otro mientras se alternan las funciones específicas del proceso: emisor y receptor. Cualquier especie puede recurrir a lo que llamamos comunicación no verbal: ni hablada, ni escrita; únicamente el hombre posee capacidad para hacerlo de forma verbal. Por este motivo, palabras y grafismos conservan valor especial, supremo, cuando el mensaje cumple ciertas condiciones orgánicas. Exponer una realidad incuestionable o rubricar un compromiso ético legitima esa hegemonía que ha brindado la naturaleza al hombre. Quien corona su discurso con retórica fingida e hipócrita debilita el orden u organigrama caótico del cosmos y acredita ser moralmente (aunque parezca excesivo dentro de una lógica minuciosa) un apéndice sobrante, innecesario, estéril. 

Llevamos años en que palabras y mensajes articulan prácticas postizas, putrefactas. Cuando algo pierde su esencia, se convierte en sustancia desagradable, que ocasiona rechazo e incluso repugnancia. El lenguaje político —extiendo su alcance a gran parte de la sociedad— se ha degrado tanto que resulta ininteligible, incluso para experimentados exégetas. Prejuzgo el esfuerzo realizado por la clase gobernante, antes casta, a la hora de conseguir tanta pericia. Cito como ejemplo aclaratorio el insistente incentivo del vicepresidente respecto a la ocupación para luego denunciar el incauto intento de hacerlo en una de sus propiedades. Al menos, eso se cuenta a lo largo y ancho del país. Dicha ocupación (aunque sea en grado de candidez o tentativa) amén de preocupar a una muchedumbre mansa, dejándola espantada, origina dilemas política y jurídicamente insuperables. Así lo constata el proceder rutinario.<u> </u>

Los sociólogos, damnificados por este devaneo, despliegan posturas enfrentadas. Uno de ellos afirma: “Ninguna sociedad puede subsistir sobre la base de la mentira y el engaño; es decir, sobre la devaluación de la palabra”. Parecen reflexiones sensatas. Pues bien, otros al alimón sentencian: “La mentira limita conceptualmente con la gestión social del secreto, la ocultación, el silencio y sus respectivas dialécticas constitutivas”. Advierto, aparte cierto cinismo irónico o ironía cínica, un intento hábil de justificar el necesario cometido del subterfugio para minimizar campos a priori más arriesgados. Admitiría semejantes alegatos en casos precisos, cuando la verdad desnuda pudiera ocasionar graves alteraciones al statu quo nacional o internacional. El resto de lances, acasos y pretextos, divergirían del purismo democrático convirtiéndolo a medio plazo en contrapeso funesto.

Nuestros políticos no mienten por tosquedad; menos, resguardados tras el biombo de la necesidad ocasional, empírica, a que les debieran obligar secretas providencias o destinos excelsos. No llegan a tanto porque son políticos de barriada, según etiquetaba un convecino a los malos jugadores de dominó. Algunos van más lejos y merodean el arrabal. Nunca conviene alardear de conocer al prócer por muy cercano, accesible o sobrio que parezca, pues manejan la farsa, el transformismo, como nadie. Ocurre, sin embargo, que el personal prorroga su ceguera de forma voluntaria, fanática, visceral. Así llegamos a entender que encuestas fiables otorguen al PSOE ciento veinte diputados surgidos de la nada. Constituye un hecho incontestable: mentir a mansalva aquí nunca ha pagado peaje, pero poco a poco va minando ese plus de credibilidad social. Veremos.

¿Es Vox la extrema derecha terrible, acicalada con todos los instintos malignos que le atribuye la izquierda? ¿Acaso Podemos es un partido de izquierdas, sin marca extrema ni populista, y claramente democrático, según su frívolo e insistente auto apelativo? ¿Tiene fuerza política con treinta y cinco diputados para creerse sigla sustantiva? ¿PP está fuera de la Constitución como afirma algún diputado fanático de la bancada gubernamental? ¿ERC y Bildu han de seguir dando lecciones éticas y jurídico-políticas? ¿PNV y JxCat conforman partidos que cobijan a las altas burguesías vasca y catalana o son la nueva izquierda progre? ¿El sanchismo, que no PSOE, exhibe carácter, naturaleza, de partido gobernante o constituye un sosia revolucionario? ¿Cómo puede denominarse gobierno de España a quien depende para gobernar de partidos antiespañoles, calificativo que ellos mismos proclaman?

¿Alguien quiere aclararme por qué somos el único país de UE en que la pandemia queda a expensas de las Comunidades en lugar del gobierno nacional?  ¿Puede explicarse que pese a ERTEs, IMV, “multimillonarias ayudas” recientemente anunciadas a hosteleros y otras protecciones sociales, cada vez haya más colas del hambre? ¿En qué se basa Sánchez para afirmar, entre otros mensajes muy aventurados, que a principios de otoño de dos mil veintiuno toda la población española estará vacunada? ¿Qué interés muestra el gobierno en nacionalizar las empresas del Ibex? ¿Es creíble que lo hagan para evitar opas extranjeras, argumento utilizado como causa? ¿Declaramos capaz al gobierno para convencer a Europa a fin de que nos doten los ciento cincuenta mil millones prometidos? ¿A qué fondo perdido —quizás paraíso fiscal— irán a parar los setenta y cinco mil millones prometidos?

Quedan infinidad de preguntas por proponer, pero prefiero que cada cual agudice su retentiva y termine, si lo consigue, la relación. Me propongo puntualizar algunos hechos razonables, quizás surgidos de recovecos sombríos. Ignoro, es un decir, qué interés muestra Sánchez y acólitos por reformar el CGPJ cambiando la ley en vigor. También configura un misterio insondable el hecho de que Iglesias parezca presidente ante los silencios, incluyendo abandono escénico, del auténtico. Deduzco que La Moncloa es plato apetitoso, pero la lucha antagónica viene deparando desequilibrios poco dignos y nada proporcionados. Iván el Terrible II, así lo llama mi amigo Ángel, sabrá cómo tratar la altiva arrogancia, no exenta de liderato tiránico, con que se muestra Iglesias y que le ocasiona mermas importantes en sus expectativas electorales.

Si nos cargamos de fe, inocencia, mansedumbre y letargo, España va como un cohete en todas las facetas. La estabilidad política será real cuando se aprueben los presupuestos que incluyen subida fiscal “a los ricos”. El PIB mejorará a final del año. Bajaremos a lo largo de dos mil veintiuno déficit y deuda creciendo nuestra economía escalonadamente por encima de la media europea. Pandemia y sufrimiento adjunto terminarán como muy tarde al inicio del tercer trimestre. No tenemos que preocuparnos por nada, todo está bajo control. Hasta estrenaremos ley de educación, tan innecesaria como otras aprobadas para desviar la atención ciudadana porque no satisfacen demandas previas. El gobierno presenta una “azulejería” inmaculada, lustrosa. No obstante, pasamos el algodón para constatar la pulcritud exquisita con que nos quieren seducir. Al punto, el tejido queda mugriento, negro, asqueroso. En fin; de limpieza, nada. El algodón no engaña. 

 

 

 

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