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El Copo. Y no hay más


El “bicho” de marras se está convirtiendo, cada día que pasa, en un hijo de puta de gran tronío.

         Un servidor, ya casi incapacitado para ir tirando de mí, observa asombrado desde mi querido encarcelamiento que esto no tiene remedio; no vamos a morir por mor de este entrometido virus que se ha introducido en nuestras vidas, sino por los estragos que anda cometiendo en nuestra forma de ser que, sin caer en la cuenta, nos va llevando a un estado de aburrimiento y esquizofrenia que puede conducirnos al patio de Frasquito.

         Anoche, sin ir más lejos, sonó (¡milagro!) el teléfono y un buen amigo -el que me acompaña casi todos los días a casa, y en cuyo brazo saboreo la amistad que se palpa, Moyano para más señas- me invitó a tomar una copichuela de alcohol a hora permitida, más allá, por tanto, de las 20.00 horas.

         Bajé en el ascensor, artefacto más peligroso para contagiarse que una copa bien bebida a semejante hora, y me encaminé a la sacra terraza del restaurante “Papulinos”.

         Allí se encontraba el mencionado amigo y otro par de ellos. Hacía un fresquillo de más, así que tomamos un par de vidrios, charlamos de lo humano -lo divino lo dejamos por inservible ante el poderío de este peligroso micro demonio que nos busca-.

         Echamos el rato hasta que llegó el terrible cierre que logra, el muy sinvergüenza, que vuelvas al estado de impotencia pretérita al mejunje que te alivia el pensar.

         Y nada más. Es que hay poco que contar, a no ser que comiences a enumerar las vacunas que cotizan en el Ibex.

        

 

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