Cuando el menda no llegaba a la decena de años jugaba en la calle, nuestra segunda casa.
Eran los tiempos en que una escoba se convertía en un caballo y los dedos índice y pulgar eran un auténtico colt del 45 con el que me cargaba al general Custer y demás “mataindios”.
Disfrutaba con un polo de menta como nadie y me afeitaba mi hermana Nati con un calzador; la risa nos embargaba de tal forma que nos hacíamos pipí a la primera de cambio.
Lo de jugar a las bolas, bailar el trompo, saltar a piola y disfrazarnos de Zorro era una forma de ser que los pobres niños de hoy -maquinita en mano matando soldadillos de chichinabo- no han disfrutado.
Gozábamos guardando huesos de albaricoques y con ellos hacíamos silbatos, aunque su destino final era lanzarlos a las ascuas en Noche de San Juan donde estallaban como balas de plomo.
Cada calle, cada barrio y casi cada familia tenía su humilde hoguera en noche como la de hoy y jugábamos a la rueda dando y dando vueltas a su alrededor; los más osados saltaban sobre las ascuas. Fernando, mi hermano, era uno de ellos.
De mozalbetes íbamos a la playa de San Lorenzo y nos remojábamos los pies entre fornidos pescadores que portaban tatuajes en los que se inmortalizaba a la madre, qué maravilla.
La nueva normalidad intenta poner puertas a la mar y al amor e impide -no sé si lo conseguirá- que mozos y mozas gocen una miaja de noche con el fuego que todo ilumina, la mar que todo lo abarca y el amor que todo lo sana.
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