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El Copo. Un paseo


A finales de la quincena de confinación mis piernas están frías como un témpano, es por ello que hoy he decidido romper el “castigo” y he salido a la calle perpetrado de unos guantes y de mi pierna buena, el cayado.

         He caminado -un decir lo de caminar- unos veinte minutos con la ayuda de mi averiado trípode. Una buena vuelta hasta llegar al final de la calle Peso de la Harina, después me encaminé por c/ Hilera y, en la confluencia con Armengual de la Mota, viré a la izquierda dejando con tres palmos de narices al Corte Inglés porque me “embalé” hacia c/ Don Cristián, lugar donde reside mi adorado templo, ya saben: el Gran Vía, que espera ansiosamente la vuelta del grupo de mariachis que conforman mis hijos adoptivos y el que esto intenta describir. Llegar al cielo donde vivo es cuestión volátil, en él caí igual que las hojas de otoño por el Paseo de los Curas. Lo conseguí.

         Qué soledad, Dios, qué soledad tan fría con un sol tan espléndido. Ochenta y cuatro añadas apoyadas en un bastón dan para hacer un pequeño repaso existencial entre agrietadas baldosas y hojas de ficus extraviadas.

         Sentí el roce del silbo de labios maternos, la atolondrada y amada niñez que jugaba en la calle a buenos y malos, la llegada de la pubertad con el reconocimiento del sexo al que mis educadores llamaban pecado y, sin embargo, fue un estallido de gracia. Y ya en plena juventud el amor y el enamoramiento, o sea, la novia formal -ya saben, la Pastora- y las informales; y con ellas los estudios: el Magisterio Nacional o, tal vez mejor, la condición de Maestro Nacional.

         Y Marruecos y mis andares entre chumberas camino de Afra. Y nos casamos jóvenes, muy jóvenes, y concebimos a ella, ya saben, la eterna niña, la que nos cuida del acoso del coronavirus, me cachis en él y en toda su nación. Llegaron oposiciones, también la política, los amores y desamores, traiciones y verdades como templo. Y salí ileso de todo ello. Concebí un poco de poesía y algo de prosa… y todo dio forma a mi vida.

         Y dos lágrimas resbalaron por mis arrugadas mejillas, pero no fueron percibidas por nadie, y es que no había nadie: solamente un hálito de muerte y otro de resurrección porque para eso nacemos, para morir. Aunque algunas veces lo olvidemos.

 

 

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