Recientemente se ha celebrado la gala de los premios Goya del cine español a mi parecer, una burda y aburrida imitación de la ceremonia de los óscar. En la gala de los Goya, como todos los años, además de manifiestos políticos de la misma tendencia, se pide, casi se exige de forma diversa, inyecciones económicas.
Como es bien sabido al cine se denomina desde principios del siglo XX: el séptimo arte. Los seis que le precedían, por este orden, son: arquitectura, escultura, pintura, música, danza, poesía/literatura. Es evidente que todas esas artes conforman la cultura pero la cultura es más, mucho más que todas las artes.
El cine, además de arte, es industria que, como tal, ofrece un producto acabado la mayoría de las veces de escasa calidad y nada que ver con el arte. Sus consumidores, los espectadores con su asistencia, lo sancionan en masa si les ha convencido u olvidándose de su existencia, si no les gusta.
Si el primer caso, la taquilla se desborda con los pagos de las entradas produciendo pingües beneficios. Si el segundo, si el segundo las pérdidas pueden alterar los pulsos y las cuentas del productor y reproductor.
Según dicen, los ingresos del cine español decrecen año tras año, y en bastantes casos, las subvenciones superan la recaudación en taquilla.
Hoy el cine tiene distractores de todo tipo que le hurtan espectadores sin mesura. Pero no es menos cierto que la magia de la pantalla grande tiene un poder de convocatoria de gran calibre, sí y sólo sí, se ofrecen productos que atraigan al espectador reacio.
Estamos en una economía libre y el consumo depende de la elección libérrima del propio consumidor; por consiguiente el cine no debe gozar de privilegios fiscales ni de otro tipo más que los de cualquier otra industria.
Dejen los cineastas de lloriqueos pedigüeños y dedíquense a elaborar productos bien acabados, y del agrado de los espectadores, jueces inapelables, que darán o quitarán la razón de ser de la obra proyectada.
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