Intento levantar cabeza, pero no puedo; me vengo abajo a la primera de cambio. Lo malo es que no lo consigo ni tampoco admito la más mínima ayuda para poder lograrlo.
Y mientras ocurre este sutil devaneo entre “acurrucarme o sacar pecho”, una serie de noticias se entrecruzan para dar grano a columnistas y a enormes titulares en las rotativas; las dejo pasar para no contaminarme con ellas. Y tengo ganas, más todavía, pero empiezo a pensar que sean otros los que carguen con semejante hazaña.
Y aunque me es casi imposible gozar de un tranquilo paseo de no más de un kilómetro, el pasado martes me lancé a la calle para caminar media hora a ritmo de regulares.
Estaba mirando el cambio del “ámbar al verde” para atravesar la calzada, cuando cayó al suelo la llave del buzón de casa, buzón que solamente se utiliza para recibir “propaganda que nadie lee, alguna notificación bancaria y poco más, pero que muy poco; y es que el régimen epistolar ha desaparecido pues todo cabe en el aparatito que llevamos en el bolsillo.
Hice un amago para recoger la llave y sentí la vergüenza íntima de comprobar que no podía doblar las rodillas para retomar lo perdido; en un instante opté por dejarla en el asfalto para no entorpecer las carreras del gentío en ese afán de no perder un minuto en el tránsito que va del verde al rojo.
En forma de “verso libre” escuché una voz femenina que me decía: “perdone señor, yo la recojo”. Ni tiempo tuve de darle las gracias, me la entregó en mano con una leve sonrisa y desapareció en el tumulto. Sonaron las bocinas de un par de coches reclamándome el paso y aligeré como pude.
¡Bendita, tú, entre todas las mujeres y hombres!
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