Cuando se sienta uno frente a la tele o echa el tiempo escribiendo minucias como la presente y se está ya en plena senectud, disfruta de lo lindo -si es que sabe disfrutar- arropándose con la mimosa mantita que calienta nuestras extremidades inferiores al tiempo que las manos las introducimos en ese pequeño horno que las dota de un dulce y suave calor que nada tiene que ver con los grados del aire acondicionado.
Si nos diéramos cuenta de los sencillos milagros que dan calor a nuestra existencia nos sentiríamos bienaventurados y por ende lo serían aquellos que nos rodean dentro de nuestras cuatro paredes rebosantes, a veces, de objetos que no usamos y que adornan, como si fuese una tienda, lo que debería ser un horno ardiente de amor.
Sin embargo, se nos escapa disfrutar de aquello que tenemos a mano y buscamos la felicidad en la exaltación del egoísmo y de creernos seres que nos merecemos el reconocimiento externo de los demás. Nos complicamos la vida -un servidor el primero- en intentar elevarnos un par de centímetros sobre los demás y perdemos la oportunidad de ser nosotros mismos; la apariencia nos “mata”.
Nos envolvemos en parafernalias de estimar que el mundo debe girar alrededor de nosotros y olvidamos -porque nos interesa hacerlo- que somos seres que olvidamos el calor de la mantita y buscamos el infierno de la vanidad.
Hoy es día de mantita; sepamos obtener de ella el calor de lo sencillo.
Normas de uso