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Relatos breves. El hastial de la caída


Resbaló por la vertiente izquierda del hastial, según contemplamos la fachada desde la calle. Sufrió el apagón de todas las antorchas de sus planes futuros inmediatos: dos piernas rotas, un brazo partido y un golpe contundente en la cabeza contra una piedra sobresaliente del suelo. Hospitalizado tendría que pasar varias semanas.

Recordaba los versos de César Vallejo que su profesor de literatura ponía como ejemplo de "ruptura del sistema": "Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza". Él no era albañil propiamente dicho, aunque había subido al tejado a arreglar unas tejas. Él no había muerto, por fortuna. Él almorzaría a las horas convenidas, aunque fuese en el hospital. Había tenido suerte. Quien no se consuela es porque no quiere.

Su expareja, Ernestina Huesa, se acercó a visitarlo al hospital. La visita le dejó una extraña sensación: aquella sonrisa forzada, aquellos comentarios irónicos sobre su listeza, que si se había creído capaz de hacer cualquier cosa, que si...

-¿Te ensañas conmigo, Ernestina? ¿Te mofas de lo que me ha ocurrido? ¿A qué has venido a verme?

-Quien tuvo, retuvo -fue la respuesta de ella.

-Entre tantos insultos despreciables y menosprecios insultantes, me llamaste buey, o sea, macho vacuno castrado... Bien sabías que no era mi condición.

-Nuestras relaciones eran ya insoportables. Por suerte no tuvimos hijos. Y ahora te caes del tejado de la casa que te quedaste tú. Hiciste lo imposible por arrebatármela, a sabiendas de lo mucho que me gustaba.

-Me correspondía en justicia.

-Tu caída es un castigo.

-Mi porrazo ha sido un accidente. No vengas a sacarme de mis casillas, que de mis escayolas no puedo salir.

-Siempre serás un cabrón, Jaime Alfonso.

-No me hagas decir lo zorra que has sido tú. ¿No fuiste tú la que comenzó cortando el queso de la infidelidad?

-Eras un malísimo amante, Jaime.

-No me hagas reír, Frigiliana. Siempre te mostraste fría, indiferente, apagada como un rescoldo de cenizas aguadas, como una muñeca hinchable.

-Me saca de quicio tu palabrería. Igual que siempre.

-¿A qué has venido, entonces? Bien tranquilo estaba en este calvario de piernas inmóviles y brazo entablillado.

-¿No es una obra de caridad visitar a los enfermos? -preguntó con sarcasmo manifiesto.

-¿Y qué clase de obra es venir a mofarse, a ensañarse con la desgracia, a echar alcohol en las heridas que todavía no han cicatrizado? Eres un ejemplo vivo de perversidad, Ernestina Huesa.

-Y tú eres... -interrumpió la enfermera anunciando que las visitas tenían que salir al pasillo: iban a lavar al enfermo, arreglarle la cama e inyectarle heparina que evitara la coagulación que le podría causar la inmovilidad.

Ernestina Huesa no volvió a la habitación y Jaime se quedó con la incógnita de lo que ella iba a decir. Procuró olvidar la visita y pensar que sólo diría algo que nada nuevo iba añadir a tanto como se dijeron en el proceso de la separación.

Después de salir del hospital, vendió la casa y se fue a vivir a un bloque de pisos.

 

 

 

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