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La otra mirada. Anonimato


Desde hace unos días las calles de este rincón del Valle del Guadalhorce se han visto inundadas, no por las apacibles aguas del río sino por un caudal de octavillas y pasquines que, bajo el cobarde manto del anonimato, el género literario más vil de cuantos se hayan podido inventar, construye un relato, a modo de libelo, desde el que embestir contra la honorabilidad de una concejala, sin darle opción alguna a la legítima defensa que reconoce nuestro ordenamiento jurídico.

Nuestras sociedades, las sociedades modernas, avanzadas y progresistas, basan su salud moral sobre el fundamento del respeto a la ley, a la norma común dada, que garantiza la no conculcación de los derechos de todas las ciudadanas y ciudadanos, sea cual fuere su estatus social, pensamiento ideológico, raza, sexo o religión. Aceptar esa vulneración, desde el silencio cómplice o aplaudir las acciones de los salteadores y canallas, sería tanto como contribuir a la implosión de nuestra ética colectiva que se fundamenta desde la conformación de una ética personal e individual y que concita un espacio de convivencia que no puede sacrificarse en el altar de los desmanes o tropelías. Aceptar lo contrario equivaldría a deslizarse por la trocha de la barbarie.

Decía Edmund Burke que: “Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada”. La trinchera de los cobardes es el anonimato, el lugar de los canallas la sombra y la acción de los miserables la puñalada en la oscuridad. Permanecer callado, sin estigmatizar a los energúmenos que utilizan esta metodología del odio, sería tanto como ser autor en comandita de sus desafueros.

Hoy cobra inusitado valor el poema de Martin Niemöller: “Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, / guardé silencio, / porque yo no era comunista. / Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, / guardé silencio, / porque yo no era socialdemócrata. / Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, / no protesté, / porque yo no era sindicalista. / Cuando vinieron a por los judíos, / no pronuncié palabra, / porque yo no era judío. / Cuando finalmente vinieron a por mí, / no había nadie más que pudiera protestar”.

Cualquiera de nosotros podría ser objeto de la cólera, del miserable tósigo de un “anónimo”, por lo que la defensa colectiva requiere de un paso al frente y del mayor de los desprecios sociales para este tipo de actitudes.

 

 

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