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La buena noticia. Cincuenta años


      Es una cifra redonda. Corresponde al tiempo que ha transcurrido desde aquél día del verano del 67 en el que por primera vez me tuve que enfrentar con las auténticas dificultades de la vida. Era el día de la Virgen de la Victoria.

    Hasta ese momento todo me había ido muy bien, estudios, milicia y carrera terminada, trabajo estable, novia formal. El paraíso de cualquier veinteañero de mi generación. De repente todo se truncó. A mi padre le llegó el infarto galopante y todo cambió de la noche a la mañana. Pasé a ser cabeza de familia, responsable de la economía familiar y heredero de un trabajo que desconocía.

    Esas circunstancias dan un giro de noventa grados a tus deseos e ilusiones; a tu forma de pensar y de vivir; en una palabra: trastocan tu futuro. Tuve que dejar Intelhorce para lanzarme a la vida de los negocios textiles e inventarme un trabajo que se basa mucho en lo personal, la constancia, el esfuerzo y la capacidad de riesgo.

     Aquel muchacho divertido, miembro de la tuna, participante de las actividades de una gran pandilla -que en parte conservamos- cambió sus horarios, su forma de vivir, de divertirse y hasta de vestirse. Uniforme de chaqueta y corbata a diario.

    Supongo que esta es una historia simple que habrán vivido muchas personas a vuestro alrededor o aquél que está leyendo estas letras. Pero es digna de tenerse en cuenta. Lo importante para aquellos a los que se le tuerce el destino, es saber poner al mal tiempo buena cara y asumir la realidad con gallardía.

   Por eso hoy quiero resaltar en mi buena noticia los 22 años de ejemplo que me dio mi padre. Un hombre hecho a sí mismo, que se crió sin madre, que vivió la mili en la república, fue movilizado de nuevo en la guerra incivil, sobrevivió a las penurias de la vida de familia en la posguerra y formó, mantuvo y educó a sus hijos decentemente, en medio de muchas dificultades. Un hombre de aquella generación “de escopeta y perro” que pudo superar la situación muchos años después. Empezó a conducir con más de cincuenta años y murió con las botas puestas. El maldito infarto le pilló abriendo el maletón de muestras en un cliente.

     Años después, la gente mayor del textil me sigue hablando con admiración de Manuel Montes Abolafia (1909-1967), un jiennense que encauzó mi vida con unos valores que me gustaría transmitir y que fue ejemplo como marido, como padre, como profesional, como cristiano y como hombre cabal. Hoy la estaría pasando canuta con tanto irresponsable e impresentable. Me consta que descansa en paz.

 

 

 

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