Era una italiana descendiente de los antiguos oscos. La llamaba osca incorporal, no porque no tuviese cuerpo sino porque era su figura tan bella, tan hermosa, tan propia de diosa greco-romana que no se podía tocar sin pecar de imperdonable profanación. No obstante, ella, segura del respeto que imponía su belleza y de las pasiones que despertaba, jugaba a la provocación. Un día, ocasionó tal incendio que se abrasó por completo. Nos quemamos, ciertamente, en el abrazo y la salacidad. Desde entonces vivo por ella, con ella, en ella, con una sensación extraña de pecado, en la intranquilidad de quien teme la condenación eterna: está embarazada y su belleza se transforma día por día.
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