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De la Cruz a la Resurrección


Un año más las personas que siguen a Cristo de cerca o a lo lejos, incluso muchas sin verlo siquiera, esas personas que practican o no su doctrina de amor, de paz, de fraternidad…  rememoran su Pasión y Muerte y Resurrección. ¡Cuántos individuos, cuántos colectivos inhumanos, perversos, cuántos herodes, cuántos pilatos hay en la humanidad de la segunda década del siglo XXI! Nada ha cambiado espiritualmente en el ser humano. Lo único que sí se ha transformado es el escenario y su decorado. A pesar de esta mutación, la vida, ya historia, de Jesús de Nazaret se repite cada año, cada día, cada instante. Unos continúan lavándose las manos y vociferando a los pueblos del orbe: “Ahí va la sangre de este hombre. Yo soy inocente”. Otros, allá abajo, aúllan: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Mientras, Cristo mira a toda esa gente en conjunto, y sin dejar de mirar a la muchedumbre, fija sus pupilas en las de cada ser humano. Pero Cristo no habla. Cristo mantiene un silencio sepulcral ante esta situación propiciada por el hombre, por los hombres. Ya lo ha dicho todo. Ya ha hecho todo lo que tenía que hacer. ¡Qué más puede decir! ¡Qué más puede hacer! Ya sólo puede mirar y callar. No por cobardía. No por falta de coraje. No por sentir, en esos momentos, que ha fracasado. No. Cristo no está hundido. Cristo no ha sido abatido por nadie, por nada. Él es consciente de que, aunque los poderosos y la masa crean y consideren que ha sido derrotado, en la raíz de ese “fracaso” se encuentra precisamente la semilla de la victoria total sobre la maldad humana. Por ello, mira en silencio. Observa apesadumbrado, demasiado apenado, pero calla. ¿Qué puede hacer un hombre solo ante los mandatarios de un país, del mundo, y ante una inmensa multitud aborregada que piden a gritos su crucifixión, su muerte? ¿Qué mal hizo Él para que todos ansiaran su desaparición del orbe de los vivos? ¿A quiénes pervirtió, encauzándolos por la senda de la malignidad?  Si siempre predicó y actuó, según sus manifestaciones, para que fuese la bondad la que habitara en el alma de cada ser humano, y éste echara de ella, por los siglos de los siglos, lo protervo.

¡Cuántas veces el hombre se propone en su vida no torturar, no crucificar más a Jesús! ¡Cuántas veces olvida el ser humano, aunque no sea creyente, que cada vez que martiriza, que crucifica a un semejante, o a miles, o a millones… lo está haciendo con Cristo! Pero…, ¡qué importa eso! Al igual que Cristo estuvo ante Herodes y Pilatos, también se planta, en silencio, ante el hombre de hoy, y sin decir ni una sola palabra, sólo con mirarlo a los ojos, le pide que no se lave las manos como Pilatos, que sea valiente y exprese ante el pueblo o ante cualquier persona lo que de verdad siente en los hondones de su ser, si es que siente algo, por Él o por el hombre que al igual que él camina, aunque se encuentren separados por cientos o miles de kilómetros, hacia lo desconocido, hacia la Verdad. Pero no. Prefiere hacer como el procurador de Roma, aquel pobre Adelantado en Judea de los amos del mundo: lavarse las manos. ¡Pobre Pilatos! ¡Pobre hombre! Jefe mediocre de legiones romanas. Pudo más su cobardía, sus debilidades, su sumisión consciente a sus jerarcas e inconsciente a sus subordinados, que su arrojo, que su lealtad a la justicia.

Jesús fue condenado a muerte con apresuramiento. Unas horas, escasamente, pasaron entre su llegada al pretorio y su salida con la cruz a cuestas hacia el Calvario. La hora de su condena coincidió, de una manera no casual, con la del sacrificio oficial del cordero pascual que se celebraba en el Templo. Jesús era inocente y fue condenado al suplicio más infamante y humillante que existía entonces. Además, no estaba solo, pues con Él crucificaron a dos ladrones: uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la escritura que dice: Y fue contado entre los malhechores. Juan precisa que fue crucificado en medio, como indicando que su delito era el mayor de los tres. Uno de los dos bandidos se arrepintió de sus acciones y omisiones malévolas, pero el otro, no. Su ceguera se lo impidió. El pueblo gritaba, gritaba… de gozo, de satisfacción. Por fin se va a liberar de este hombre que instaba en sus prédicas y conversaciones a amar al prójimo como a uno mismo, a vivir como buenos hermanos en la libertad y en la igualdad, en el respeto y en la comprensión, en la justicia  y en el perdón…, a cultivar con esmero la paz, tanto en el alma como en el mundo, a compartir, entre los humanos, lo poco o lo mucho que cada uno tenga, incluso los sentimientos, ya rezumen júbilo o dolor…, en definitiva, a vivir en la misericordia, en la tolerancia, en la benevolencia como personas de buena voluntad.

El cuerpo de Jesús, el del hombre más bondadoso, más solidario, más generoso… del mundo de todas las épocas, de todos los milenios, fue izado, una vez en la cruz, como si de un estandarte desgarrado se tratase. Y fue en la cruz donde Cristo rompió su silencio para decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿Qué hombre inocente puede expresarse así en los albores del tercer milenio? ¡Cómo puede decir Jesús “que no saben lo que hacen”, cuando todos sabemos lo que hacemos o dejamos de hacer! A pesar de ello, Él debe llevar razón.

Como un coro de endemoniados la gente corría, se apretujaba, gritaba, como haría cualquiera de nosotros, para ocupar las primeras filas de este espectáculo. Pero fue inmediata y férreamente rechazada por la soldadesca. En la fila número uno ya se encontraban los príncipes de los sacerdotes y los escribas y los hombres importantes del sanedrín. Todos han venido a la fiesta. Son caras conocidas. Tras ellos, en las filas siguientes, gente menos importante, pero, al fin y al cabo, con cierta relevancia. Más atrás, allá donde ya no hay filas, está la plebe, escupiendo alaridos en contra del crucificado. Mentiras, injurias, calumnias propias del hombre que cultiva, en el vacío de su alma, la irracionalidad, el fanatismo, la borregada…También ha venido alguien, pero nadie se percata de su presencia. Alguien que se ha situado en un lateral, cerca de la primera fila, pero alejada de la misma unas decenas de metros, porque, ciertamente, no había lugar para ella en esa primera fila privilegiada. Tampoco en las de atrás. Es una mujer. Es María, la madre del hombre crucificado en el centro. La mujer llora desconsoladamente, en silencio, por el hijo que le ha sido arrebatado por la maldad de los hombres.

Cristo muere. Cristo resucita. Precisamente, en su resurrección se halla la única Verdad suprema. Ésa que todos los que vivimos desconocemos, porque esa Verdad sólo está en Dios, es decir, Él es la Verdad.

Cada hombre lleva su cruz, a pesar suyo. Esa cruz la arrastra, aunque la rechace. Pero su cruz, su vida, tendrá un sentido y un valor distinto, según el espíritu con que la lleve. El ser humano está condenado a muerte y no hay quien lo libre de esta condena. Nunca puede cambiar la sentencia, ni retrasar su ejecución. Lo mismo acontece con los golpes que caen sobre él muy a pesar suyo. Jamás los puede evitar, aunque se lo proponga. Su deseo de vivir tiene el poder de hacerle creer que es largo el camino y el tiempo corto, y que es incierta su muerte segura. Pero, ¿cómo es posible que sea tan ciego y viva tan de espaldas a la realidad de su muerte? ¡Qué empeño de apegarse a la tierra y engañarse, engañando a otros, de que ésta es la vida! Y sólo consigue ser un hombre más de tantos y tantos como pasaron inútilmente por este planeta.

 

 

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