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Lo más valioso


Conozco a mucha gente que siempre está muy ocupada en cómo solucionar asuntos triviales, en cómo conseguir alcanzar lo inalcanzable, en cómo componer aquello que no tiene arreglo..., ajetreo este que le impide ver y, por ende, acoger ese instante de luz que le llega de improviso. Esta gente está voluntariamente amarrada a lo insignificante. Tanto se ha habituado a esta situación, que no osa hacer nada para lograr la libertad, para compartir lo que tiene, para ser generoso con ella misma. Aristóteles dice que “de todas las variedades de virtud, la generosidad es la más estimada”.

Ciertamente, a todos nos enseñan, desde la infancia, que debemos ser generosos con los demás, pero no siempre nos enseñan a ser generosos con nosotros mismos. Y ser generoso con uno mismo es tan importante como serlo con los demás. Siempre debemos tener presente que “la caridad bien entendida, dice Adrian de Montluc, comienza por uno mismo…”, y la generosidad también. Por lo tanto, además de ser generosos con las demás personas, cualquier ser humano debe serlo también consigo mismo. Es evidente que acostumbrarse a este tipo de generosidad nos cuesta infinitamente más trabajo y nos hace a veces sentirnos mal, porque la confundimos con el egoísmo. Quien piense de esta forma, está convencido de que el egoísmo sólo es una negatividad en la vida de un individuo cualquiera. Sin embargo, hay un “egoísmo positivo”, por expresar de alguna manera esta idea o pensamiento, cuando vivimos practicando la generosidad con uno mismo. Aquel que se proponga llevar a cabo esta generosidad, vive en una realidad auténtica que muchos desconocen, ya que ella nos permite sentir la vida de una forma sumamente satisfactoria y nunca experimentada. Una realidad que acrecentará nuestra autoestima o “imagen personal”, lo cual conlleva un contante mejoramiento de las cualidades y capacidades y autovaloraciones de cada persona, en definitiva, de su personalidad.

Un día el pianista Arthur Rubinstein retrasó su llegada a una comida con un grupo de amigos en uno de los mejores restaurantes de Nueva York. Su tardanza produjo evidentes signos de preocupación en los comensales. Pero Rubinstein finalmente apareció acompañado de una rubia espectacular a la que doblaba la edad. A pesar de su reconocida gran tacañería, ese día pidió, para su acompañante y para él, los manjares más caros y los vinos más exquisitos y selectos. Tras la larga sobremesa, solicitó la cuenta. La misma que pagó con una sonrisa de satisfacción inmensa. “Sé que debe de extrañaros, dijo el pianista polaco, pero hoy fui al abogado a hacer mi testamento. Le dejé una buena cantidad a mi hija, a mis parientes, hice generosas donaciones a obras de caridad. De repente, me di cuenta de que yo no estaba incluido en mi testamento: ¡todo era para los demás! A partir de ese momento decidí tratarme con más generosidad”. Excelente deducción la de Rubinstein. No sólo hay que proporcionar calidad de vida a los demás con el esfuerzo y la esplendidez de cada cual, sino también a uno mismo. Por consiguiente, cuando actuamos en beneficio propio, esa persona puede estar segura de que no desperdiciará su vida, ya que al fin y al cabo es lo más valioso que tiene cualquier ser humano.

 

 

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