El Sermón del Monte es la síntesis de la doctrina de Jesús y en ella se nos reclama con claridad: “sois la sal de la tierra y la luz del mundo”. El tiempo de presente que nos ofrece la traducción incluye, implícitamente, el modo imperativo: “Sed la sal de la tierra, sed la luz del mundo” que enraíza profundamente la idea. Este mandato evangélico quiere decir que no sólo tenemos que ser, sino que tenemos la obligación inexcusable de serlo. Las características físico-químicas de la sal son invariantes en la historia; la sal es un compuesto muy estable, tiene propiedades curativas, gastronómicas y ha sido, lo es, esencial, en la conservación de los alimentos. La salinidad del mar, preserva la vida en él.
En los comentarios a este pasaje se destaca con frecuencia sólo el aspecto culinario de la sal. Complementariamente se me ocurre extender el símbolo utilizando otras de sus propiedades. El cristiano para ser sal, debe ser estable psíquicamente y comunicar estabilidad. De la misma manera que la sal disuelta en agua, cura las llagas del cuerpo, es desinfectante, el cristiano, “disuelto” en la sociedad debe curar las llagas del alma y del cuerpo social. La sal, como conservante, ha posibilitado el uso de los bienes perecederos, evitando la corrupción de los alimentos ¡Qué símbolo para los tiempos actuales, tanto para creyentes como agnósticos! La sal en los tiempos actuales tiene connotaciones económicas que no debemos olvidar: su abundancia y bajo coste. Ser sal de la tierra significa ser abundante en virtudes y buen obrar y darse sin esperar nada a cambio. Como dice el poeta, “tan sólo los que aman saben decir tú”.
El carácter dual de la naturaleza hace que la sal, junto a sus propiedades benéficas, posea efectos nocivos. El mejor manjar en su punto de sal es delicioso; salado no puede ingerirse. El agua de mar no es potable; para arrasar un campo se cubría de sal. Los efectos contrarios de la sal exigen mesura en su uso. Así la conducta del cristiano.
Con la luz, el otro símbolo, ocurre otro tanto. Que la luz ilumine es una propiedad, con ser importante, no la mayor. La luz es una forma de la energía y viaja a velocidades prácticamente inconmensurables. La luz puede reflejarse, refractarse y difractarse. Estas propiedades hacen posible la concentración de la luz solar desarrollar calor y alcanzar altísimas temperaturas. La luz del cristiano no es propia sino que es reflejo de la de Dios. El carácter de cristiano recibido por el Bautismo y fortalecido con la oración y una vida de fe, además de iluminar, transmite el calor ilimitado del amor de Dios. El carácter dual de la naturaleza hace que, como en el caso de la sal, junto a las propiedades benéficas de la luz, posea efectos nocivos. La luz en exceso, deslumbra, ciega, quema.
En la naturaleza, nada se pierde ni se gasta: se transforma. Yo diría que la sal da sabor en la medida en que está presente en los alimentos; la lámpara ilumina, no se apaga si se le suministra combustible. La presencia de la sal no se detecta por los sentidos, ni siquiera por el gusto, a poco que haya perdido sensibilidad. Se comprueba por el análisis conveniente. La soberbia del incrédulo se caracteriza por negar la existencia de lo que no percibe por los sentidos ¡Hay tantas cosas que se escapan a los sentidos y que están presentes! El cristiano ha de estar presente en la sociedad aunque los sentidos embotados de los que le rodean no lo detecten. El combustible del cristiano es la fe, fortalecida por la oración y el buen obrar. (Continuará).
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