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El Copo. Juan el de Cartajima


Mi amigo Juan fue un hombre de mundo. Recorrió durante su estancia con nosotros distintas experiencias que, según él, le salieron al paso y nunca las rehuyó.

Fue maestro escuela en la kabila de Beni-Buifrur, allí donde las minas de Uixan, Afra y Setolazar convierten las faldas del Rif en grises escarpadas donde nada florece; allí permaneció hasta que se instauró el reino alauita.

Convivió, con niños descompensados de pan y cultura, en las antiguas escuelas unitarias del Cerro Blanco ubicadas en los marginados barrios de un pueblo andaluz; algo parecido a los agrios Asperones de la ciudad, Málaga, “que todo lo acoge y todo lo silencia”.

Creyó durante un tiempo que Dios le hablaba y que él hablaba con Dios. Llevó un mensaje de justicia, solidaridad y libertad desde Guaro a Ronda, de Estepona a Archidona, de Cajiz a Cuevas de San Marcos, de La Coruña a Bilbao, de Cuenca a Barcelona, de Madrid a Valencia, y de Almería a Sevilla.

Durante siete años, en una segunda percepción de locura -la primera fue la de Dios- se creyó capaz de cambiar el egoísmo y la injusticia de los hombres de una forma concreta, y marchó a Madrid. Fue “padre” de la patria, olió la pólvora del 23-F y fue secretario político de aquí y de allí. Su utopía comenzó a diluirse y sus pensamientos a prostituirse.

Tuvo un momento de claravidencia y, poco a poco, inició una retirada del mundo farisaico y se acercó al de la normalidad. De aquello, tan sólo le quedan unas medallas y títulos que cualquier día podrán prender en la “hoguera de las vanidades”.

Despojado de vestiduras religiosas, políticas y laborales, quedó desnudo. El frío de la soledad y de la nada conmovieron su ser. Cuenta que vio una roja gaviota y con unas alas sin vínculos al cuerpo; la siguió, voló con ella y vivió plenamente la locura consciente.

Juan siempre tuvo a su lado una fiel compañera, una mujer con cierta serenidad para amasar aquellas cosas que decían nuestros abuelos, a saber: si quieres ser bueno, haz el bien; si deseas ser justo, practica la justicia; si intentas ser honrado, honra a tu padre, madre y a quien elegiste por compañera.

Un día, mi amigo Juan, pensó en escribir hechos que había vivido y que solamente él sabía. Sentado en una butaca, llamó a Juana, su compañera, y le fue leyendo y explicando sus “locuras”. Ella, al tiempo que escuchaba, hacía croché con un ganchillo heredado de su madre.

Terminada la lectura, le dijo: “Ahora me gustaría escribir sobre el tomillo y el pinsapo, los abedules y el río, del pan amasado en casa, del escarabajo que a nadie agrada, del aullido del lobo y la compañía del perro, del despertar de la flor, del pétalo caído y de la tierra mojada, pero aquí ni puedo ni sé; ¿qué te parece si buscamos un lugar donde abramos la ventana y las ramas del manzano nos den los buenos días?”. Juana, mientras seguía con el ganchillo, dijo: sí.”.

Juan compró una casita en Cartajima, allí vive y hace diez años que no baja a “esta ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia”.

Yo también tengo compañera que hace ganchillo. Todo llegará, he pensado.

 

 

 

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