Cuando el caos cernía sus miserias sobre este país llamado España, cuando la tétrica liga de fútbol tiende a su final y el “Cholo” parece ganarla, cuando las diecisiete tribus políticas echan de menos un mando único que las pastoree, cuando todo parecía un desastre de difícil arreglo, cuando todo eso y más se asemejaban al conjunto de todas las plagas de Egipto, llegó él, Pablo Iglesias, limpio, acicalado y sin coleta ni moño para cegarnos en su hierofanía, manifestación sagrada de la más pura divinidad.
El mundo se detuvo, la maldita prensa dejó de ver y escuchar al pesado presidente del Gobierno de España hablar de vacunas, de no saber qué hacer con las “AstraZeneca” esparcidas por Andalucía y que traen de “cabeza” al “presi” de la Junta.
Y es que él, Pablo, el que asaltaba los cielos, había ido a un peluquero de tronío para ponerse decente. Y ahora es uno más, uno entre los nuestros. La extrema derecha estará más calladita.
Cuando uno, me refiero a “un servidor”, mantiene su ridícula coletilla a los 85 años de edad y no sabe qué hacer en el mundo sin ella, Pablo, en un momento de absoluta valentía se monda el casco y aparece desnudo ante todo quisque; porque desprenderse de ella, de la coleta, es decir adiós a una forma de ser y sentir al mundo.
Pablo Iglesias, como Francisco de Asís, ha dado un paso al frente para quedar desnudo ante el mundo, pero el gentío no lo entenderá y volverá, una y otra vez, a ser pasto de las feroces lenguas que escupen sapos y culebras.
Llegó, encandiló, venció, asaltó los cielos, compró, perdió y ahora, vencido, se disfraza de persona corriente y cualquier día de estos, al tiempo, lo veremos en nuestra propia casa publicitando cualquier objeto.
Cuestión de tiempo.
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