Avanzan los días y uno de estos cumpliré 85 años de existencia, tiempo suficientemente extenso para poder afirmar que me encuentro, nos encontramos, ante el mayor caos que ha vivido mi generación.
El frío arrecia, hasta en Málaga que ya es decir y, lo peor, en el corazón de la esperanza; tan blanco está el país que ya duelen los ojos de tanto resplandor de turbias tinieblas que nos abrazan.
La noche comienza con el principio del día; despierta uno a la mañana y ya está añorando la llegada de la noche para, de nuevo, cerrar los ojos y permanecer en la ansiada odisea de dormir y poder reconfortarse con un angelical sueño.
Por este rincón malagueño no vivimos el trágico juego de la nieve que golpea a gran parte de la población española, lagrimeo de miles de blancos copos que han llegado, solamente en parte, para entretener a los más descerebrados, aquellos que han conseguido que el “virus”, por unos días, desaparezca de sus vidas.
A pesar de ello, la Covid-19 sigue presente frotándose en su maldad para extenuar cualquier hálito que atempere nuestras vidas.
No sé ustedes, pero yo huelo a muerte entre el chapoteo de sucios charcos de política y la triste frialdad humana que pasea su impotencia entre toques de queda y peregrinas carcajadas, muecas estas últimas en las que columpiamos nuestro intento de vivir normalmente.
El que esto escribe lleva diez meses sin besar a otro ser humano y sin acariciarlo; nuestro corazón lleva camino de convertirse en puro cartón piedra que ni late ni siente el latido de los demás.
Estamos -sin caer en ello- creando una nueva especie de seres que camuflan su trágica realidad en un devenir de ilusiones que sabemos inexistentes.
Normas de uso