Pese a sentirse demasiado alterada por el serio problema familiar, aceptó la invitación a realizar aquella excursión. Contemplaba el Papamoscas de la catedral de Burgos y, en el momento en que el autómata comenzó a accionar con su brazo el badajo de la campana, experimentó una fuerte taquicardia y la salida de sangre de las fosas nasales.
-¡Me muero! -Rezongó.
Por suerte, los compañeros del grupo llamaron a urgencias y la ambulancia acudió en muy poco tiempo. Le diagnosticaron hipertensión arterial y la dejaron en observación hospitalaria. Al día siguiente le dieron el alta con un tratamiento regulador de la tensión. Se sentía fofa, decaída, como cansada.
En su reposo, tuvo tiempo de rumiar ciertas decisiones pendientes. Y, muy resolutiva, dijo a su marido:
-Hasta aquí hemos llegado. Lo siento mucho. Pero no aguanto más tus borracheras. O te buscas un médico que te ponga un tratamiento, o acudes a Alcohólicos anónimos o, de cualquier modo, pones remedio a tu alcoholismo. De lo contrario, nos separamos hoy mismo.
-Está bien. Pero déjame que, al menos ahora, me tome mi cervecita.
-Creo que lo tuyo no tiene solución -dijo muy preocupada-. Te advierto que hablo muy en serio y no estoy dispuesta a aguantar más tu bebida.
-¡Está bien, está bien! No me tomo la cerveza y, ahora mismo, llamo a Alcohólicos anónimos.
En aquel momento lo llamaron los amigos, se despidió de la esposa y salió de la casa.
Maruja sufrió un ataque al corazón que la separó para siempre de su marido.
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