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La caída del Muro de Berlín


Hoy, 9 de noviembre de 2022, hace treinta y tres años que cayó un muro. Un muro de vergüenza que separaba a la gente, no por propia voluntad sino por imposición de las potencias militares vencedoras de la segunda guerra mundial. Alemania, la justa perdedora de la contienda por su insolencia colmada de supremacismo irracional, rendía cuentas y era dividida como una tarta se ofrece a los comensales del banquete.

Hitler, el todopoderoso defensor de la raza aria, que sembró la tierra de sangre y muerte intentando adueñarse de Europa y allende sus fronteras, sucumbía finalmente dejando destrozado el mundo. Luego, la paranoia estalinista rusa llevó a la segregación y separación del pueblo alemán, de su gente, de las familias y amigos, y los enfrentó ideológicamente arrinconados por un muro preñado de muerte.

Stalin, otro sanguinario dictador, cerró fronteras para hacer de su capa un sayo, para delimitar sus dominios omnímodos sobre un pueblo ilusionado, que creyó en una teoría política redentora, surgida del racional marxismo, cuando lo que hacía era cambiar de despiadado ZAR. Una guerra mal resuelta dejó dos vencedores antagónicos, irreconciliables, que mantuvieron la contienda solapada en una guerra fría que tenía en vilo al alma del mundo, un mundo sometido a reticencias, desconfianzas y paranoias desquiciantes con ganancia secundaria para determinados líderes que las cultivaban.

Hoy, hace treinta y tres años que la gente con sus manos, con su voluntad, aprovechando el desmoronamiento de la URSS, tumbó el muro, rompió la frontera para unir a dos pueblos hermanos. Con ello cayó la simbología de la confrontación de bloques y afloró una Europa diferente, donde los muros podían desmoronarse, donde los pueblos podían compartir bienes, cultura y amistad para fusionarse. La vieja Europa, aquejada de guerras crónicas desde tiempo inmemorial, se había dado cuenta de que las fronteras y, por ende, la confrontación solo llevan a la destrucción y la muerte.

Si cambiamos las armas por la palabra, si rompemos los muros y dejamos que fluya la relación natural entre los pueblos, sin la interferencia del poder interesado, las fronteras caerán y la gente tomará esa palabra como arma para destruir los odios y sembrar la convivencia.

Nunca entendí a quienes pretenden crear fronteras y poner muros en lugar de romper los que nos separan. Quien pone muros a su espacio acaba encerrado en él. Para seguir avanzando, el ser humano, no necesita muros sino puentes, para cruzar ríos, para saltar barrancos, para unir espacios separados. Es complicado construir un puente. El mejor puente es el que se construye iniciándolo desde los dos lados para unirse en el centro y, allí, darse la mano e invitar al otro a pasar a casa para intercambiar y compartir lo que se tiene, para vivir desde el encuentro y el amor y no desde el odio y la paranoia.

Ojalá caigan más muros. Ojalá no se construyan otros. Ojalá los separatismos y antagonismos como idea sean reconvertidos en “encuentrismos” y sinergias donde seamos todos más iguales y menos supremacistas, donde tengamos objetivos comunes para unir las manos y compartir esfuerzos. Esta es, seguramente, la mejor forma de ejercer el humanismo, de sembrar la paz y el progreso, de cultivar la amistad entre los pueblos, de crecer social y humanamente en convivencia y concordia. Pero, tras los últimos acontecimientos, de gobernantes paranoides, de egocentrismo totalitario y megalómano, uno tiene la sensación de que vamos al abismo, a todo lo contrario. Al final serán los pueblos, la ciudadanía de a pie, la gente sencilla, la que pagará las consecuencias arrastrados por esos déspotas irracionales a los que le importa un bledo los ciudadanos y su sufrimiento.

Cuatro letras comparten Puente y Putin… el puente de Putin fue para anexionarse Crimea… y en la guerra siguen, y siguen, destrozando puentes físicos y mentales, con el riesgo de que, al final, el camino hacia el otro no sea posible sin los puentes que cruzan los ríos y evitan los abismos; o lo que es peor, que en esa paranoia se busque destruirlos para que no nos invada a través de ellos.

 

Antonio Porras Cabrera

 

 

 

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