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Transición y desconcierto


El género humano siempre ha sido esclavo de su cortedad, de mirarse el ombligo y, puestos en lo peor, de ser tiranizado por ombligos ajenos. La globalización, los ingenios tecnológicos, amén de ese enigma llamado inteligencia emocional, han desestabilizado las variadas directrices que guiaban el devenir mundial. Ignoro si podemos aceptar como justificación los ciclos que explican comportamientos naturales y humanos, o todo es el resultado de un plan exquisitamente dispuesto por mentes aviesas y bolsillos opulentos. No cabe duda, sin embargo, que cualquier avatar transgresor de usanzas y rutinas, automatismos al fin, lleva aparejado un convencional enfrentamiento popular. Importa poco que el cambio signifique, o pueda hacerlo, alguna ventaja u oportunidad de futuro. Anular la inercia ociosa, conseguida con años de letargo, conlleva un doloroso peaje.

Estos tiempos de transición entre dos órdenes mundiales (distintos, si no opuestos), debieran constituir un aliciente para prepararse y afrontar los retos hipotéticos que llegan por el horizonte inmediato. Sentencias del tipo: “No podemos convertirnos en lo que necesitamos si permanecemos en lo que somos”, probablemente sirvieran de estímulo porque su mensaje favorecería la acción. Pese a lo dicho, no toda mudanza es ventajosa; hay reacciones cuyo afán, consciente o casual, consiste en difuminar materias sustantivas para el ciudadano. Vemos con harta frecuencia cómo poder y medios —valga la redundancia— abonan polémicas triviales mientras ocultan debates e informaciones trascendentes. Gobierno de Madrid, cambio climático y feminismo son temas repetidos; salud económica, deuda e IPC, verbigracia, merecen silencios sonoros, escandalosos.

Incluso contando con una sociedad apática, pasota, borreguil (el propio gobierno confirmaba, superado el setenta por ciento de vacunados, la inmunidad de “rebaño”), considero irremediable —pese al CIS— una debacle socialista (sanchista en realidad) por su trayectoria temeraria, insensata, divergente, respecto al lenguaje europeo. Surge, asimismo, un asunto pavoroso: desangela comprobar qué alternativas viables tenemos para aprovisionar alguna esperanza. Seguir con el gobierno Frankenstein nos llevaría a dos opciones incompatibles; hundidos, fuera de Europa porque terminaríamos siendo dictadura hispanoamericana, o gobierno fallido. Otra disyuntiva, ya experimentada, nos llevaría a pasadas tragedias, repetidas últimamente en siglos de orden impar (XVII y XIX). Deduzco que cordura e instinto evitarán enfrentamientos, aunque, insisto, a corto plazo no vislumbro ninguna solución templada, razonable.

El PP adolece de análogo epílogo, salvo cambio en la proyección real del partido respecto a su riguroso compromiso ideológico. Quien proclame las renuncias —generosas o menos— del bipartidismo para mejorar la realidad ciudadana, proviene de marte o practica una extravagancia sublime. Casado (fiasco insospechado, aflictivo) muestra día a día el atolondrado trastorno que origina, motu proprio o bajo seducción, en los afiliados y votantes. Enfrentarse directamente a Ayuso, mientras utiliza rodeos para debitarla, fortalece a la presidenta y reduce con desdén sus probabilidades de llegar a La Moncloa. Ignora obstinadamente cuan inútiles se consideran filias y fobias, aunque sean aparentes, preciadas contra el ánimo votante. Su destacada retórica pierde efectividad si recordamos viejos desencuentros nacionales con Vox e invitaciones súbitas al PSOE.

Casado lo tiene difícil, complejo; más que Sánchez, aunque su gestión sea pésima, pues este ya paladea los exquisitos sabores del poder. Con toda seguridad, el PP ganará las próximas elecciones que se van a celebrar el otoño próximo, desde mi punto de vista. Europa mantiene gobiernos de coalición entre la renacida socialdemocracia y partidos liberal-conservadores. No sería extraño, vistos ciertos movimientos con iniciativa incierta, que PSOE y PP formalizarían pactos de gobierno que les permitiera retomar un bipartidismo ad hoc. Desde luego sería bueno para ellos y para España si tuvieran la intención de realizar políticas éticas y meticulosas, opuestas a lo hecho hasta el momento.

Si tras una legislatura siniestra, política y económicamente hablando, queda el edificio constitucional en pie, aunque muy cuarteado, estamos preparados para cualquier alianza a excepción de comunistas e independentistas. Caso contrario, Europa nos inhabilitaría. Semejante posibilidad deja minado el futuro de aquellos. Restaría un Ciudadanos sumido en la incertidumbre —casi desaparecido, a la espera de reaparecer al menor error del bipartidismo— y Vox, con las vanguardias preparadas para alcanzar mayoría absoluta. ¿Recuerdan qué ocurrió tras Zapatero? ¿Hizo Rajoy méritos para conseguir la segunda mayoría absoluta tras la de Felipe González en mil novecientos ochenta y dos? Los cambios sociales carecen de método o planificación concreta, perfilándose al albur de afectos incontrolados. El hipotético “Frente Amplio” de Díaz puede que lo aborten.

¿Por qué pronostico que las elecciones se celebrarán el otoño próximo? Encontraremos la respuesta analizando con detenimiento el desconcierto generalizado. Empezaremos por esta obsesión sanitaria que ha despertado un temor incongruente con lo dicho desde el principio de la pandemia. Primero se anunció que las mascarillas no servían para nada. Tras meses confinados, se dijo que habíamos vencido al virus. Finalizando el dos mil veinte se sembró una nueva ficción: cuando se consiguiera el setenta por ciento de vacunados (agosto del año dos mil veintiuno) lograríamos la inmunidad de “rebaño”. Estamos casi al noventa por cien de vacunados, la pandemia alcanza magnitudes groseras, sin ingresos ni fallecidos, vienen restricciones discutibles y el presidente, como única solución nacional, obliga las mascarillas en lugares abiertos donde la incidencia es nula.

Subiendo de grado, viene el desconcierto territorial. Las sentencias del Tribunal Supremo, un poder del Estado, se toman a cuchufleta incluso por el propio gobierno central que no obliga a su entero cumplimiento. Lo más ridículo constituye la pretensión de Pere Aragonés, después de permitir gigantescas manifestaciones contra el castellano que han sido foco importante, de “cerrar” España para superar el momento.

En grado sumo, y es del que menos se habla por la prensa adicta, le toca el turno a la economía. Todos los expertos —menos quienes entienden algo, presuntamente, en el gobierno— sostienen un fracaso económico sin precedentes. Deuda disparada, impagable, déficit “oficial” elevado, crecimiento inferior en tres puntos al anunciado, paro descontrolado, etc. etc. Todo ello sin contar con el efecto negativo de la reforma laboral para potenciar el poder sindical con los convenios colectivos. Según Darwin, “No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que mejor responde al cambio”. La sociedad española, por fin, imitando la europea pide un cambio. ¿Será Eric Zemmour un referente? Es probable.

 

 

 

 

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