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El Copo. La calle


Me sitúo, con mis 7 añitos de existencia, en el Barrio “Concepción Arenal”, conocido por “Barrio Obrero”, en la ciudad española de Melilla.

Vivíamos en una pequeña “casa-mata” de dos dormitorios, comedor, cocina, un servicio sin ducha, un pequeño patio que daba paso a una escalera que nos trasladaba a la azotea en la que, además de un poblado gallinero, había una habitación con un enorme barreño en el que nos bañábamos.

Los habitantes de la llamada “casa verde” éramos la abuela María, mis padres Fernando y Antonia, y, además de un servidor, mis hermanos Fernando y Nati; de ellos, sobrevivimos mi hermanita y quien esto escribe.

La “calle” era el premio y/o castigo que, especialmente mi madre, nos otorgaba según nuestro comportamiento. El premio era salir a jugar en la calle y el castigo permanecer encerrado en casa.

Los niños y niñas -entonces no existían “niñes”- nos lo pasábamos de rechupete en aquel oasis de libertad, aunque había dictadura a la que, como pequeñuelos, éramos ajenos.

Ya se encargó el patriarcado de no mezclar churras con merinas, o sea, inocencia con venganza.

Las niñas jugaban al diábolo, ziriguizo o al “tú la llevas”, a las muñecas etc. Los niños, más brutos, lo hacíamos al trompo, piola, bolas, fútbol con pelota de trapo, a buenos y malos, y a “alto manos arriba” etc.

Al anochecer escuchábamos, como dulce eco de caracola, el silbo de la voz materna llamando a la chavalería a casa antes de que apareciese el “hombre del saco” por la acera de enfrente.

Ya en casa, mi hermano y yo nos poníamos a hacer los deberes diarios que los hermanos de La Salle nos mandaban, mientras mi padre se entretenía en liar tabaco picado y ella, la madre, iba preparando aquellas patatas fritas que ya hoy dejaron de existir.

¡Que buen sabor tenía la calle Teniente Mejías!

 

 

 

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