Soy uno de aquellos trescientos cincuenta diputados constituyentes que vivió en sus carnes el golpe de Estado del 23-F; algo he escrito sobre aquellas dieciocho horas que pasé encerrado en el hemiciclo con la tétrica cercanía de pistolas y metralletas.
España y sus hijos, los españoles, aunque asustados y pegados al televisor en blanco y negro o a las emisoras de radio, siguieron su normal vida de trabajo y copas.
No hubo reacción popular ante el asalto armado al templo de la democracia: sindicatos, iglesias, familias, colegios, cabarets, bares, comercios, putas, monjas, taxis, autobuses…seguían como si nada pasara y como si nada pudiera ocurrir.
Mis amigos, por aquel entonces católicos militantes, seguro que rezaron algún que otro rosario, pero ninguno de ellos tuvo los arrestos necesarios para llamar a casa y saber de mi mujer, esposa y “pastora”. Ni siquiera uno sobrevivió al miedo de creer, tal vez, que los teléfonos estaban pinchados. Ninguno.
El entonces Juan Carlos I Rey de España salvó a España y los españoles de volver a no sé que lugar y situación. Revestido de sus atributos, Capitán General de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, abortó la sedición de parte del Ejército Español.
Después hubo manifestaciones, algaradas callejeras, abrazos, telefonazos, suspiros y preguntas, demasiadas preguntas que terminaban en el mismo interrogante: ¿te arrojaste al suelo?; era el morbo que más interesaba a ese ramillete de amigos, conocidos y compañeros. Un lacónico sí era mi respuesta.
Ahora, tras los problemas a los que se enfrenta aquel que salvó la democracia, y tras la pena de telediario, el frotar de “guillotinas” y sus presuntos asuntos turbios, se ha convertido para muchos en la “pieza” a cazar.
Abuelo ya, por ello persona de riesgo, borbón de pura cepa, parece que desea volver a su nación por Navidad.
Hágalo Majestad, no tema. Los españoles sabemos perdonar, ya lo hicimos con aquellos que no llamaron por teléfono en aquella fatídica noche.
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