Lo suyo sería escribir sobre el homenaje que acaba de acontecer en memoria de las víctimas del “coronavirus”, pero un servidor está terriblemente cansado de escribir sobre la muerte, el sufrimiento y ese tirarse la “pelota” -el cadáver- uno a otro.
Es por ello que acaricio la medallita que un día muy lejano me regaló mi madre y me reconforto en el recuerdo y roce de la más popular de todas las advocaciones de la dama reina de los dichos y hechos de un tal Jesús de Nazaret.
Para más inri, la mayor -es un decir- de mis nietas fue bautizada con el nombre de Carmen y pasada por el manto de virgen de La Estrella cuando esas cosas se estilaban.
La hermosa manía de mezclar Carmen, mar, pescadores, marineros es pura historia de siglos que -aunque su arraigo se encuentre históricamente en el Monte Carmelo- el pueblo sencillo, o sea, el pueblo, la sitúa en la predilección que un tal Jesús de Nazaret sintió hacia los pescadores de alta y baja mar, y hasta de los que arrastran el copo por tierras malagueñas.
En ella, la del escapulario, reposa la fe de los fornidos hombres de la mar y la han tomado en permanente propiedad sea república o monarquía la que maneje los hilos de la sociedad.
Y también de aquellos que no somos hijos de la mar, caso de mi desaparecido amigo Paco Montoya que hoy, si atendemos un poco al murmullo del oleaje, podríamos escuchar su retahíla de letanías hacia ella, la innombrable.
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