Resulta vano intento vivir con normalidad, sea esta antigua o nueva pues sin la posibilidad del abrazo, beso, caricia o simple achuchón queda a una infinita distancia de saborear la vida.
Y como además resulta imposible olvidarse del “bicharraco” ya que vas viendo al personal enmascarado, a la pareja distanciada y eres sabedor, por las constantes y pesadas noticias, de la sutileza del endemoniado Covid19 para inmiscuirse en la vorágine del festejo, todo te resulta altamente sospechoso.
Entre todos los peligros que nos acechan el más dañino, por traidor, es el personal “asintomático”, ya saben el hombre o mujer -no pierdo el tiempo en darles a conocer la inmensa retahíla con la que se puede definir hoy en día según la sexomanía al uso- que no presenta síntomas de estar pringado por el “coronavirus” y que, sin embargo, es una factoría con capacidad para pringar a todo humano que pulule en la paz del Señor por calles, plazas, terrazas y playas.
Tengo el corazón encogido porque una persona muy querida, la tercera en mi particular ranking de cariño, está pasando unos días en Galicia, lugar donde se está viviendo un puto brote del maligno que me tiene el corazón en un puño.
Quieran o no y pese a quien pese no estamos en las mejores manos que nos aseguren vivir con cierta paz en la “nueva realidad”; el puto gobierno, nacional o comunitario, nos asegura una y otra vez que todo se encuentra controlado, pero no me fío un pelo de tanto inútil aupado al poder para salvarnos.
Que conste que a algunos los conozco, o sea, que sé lo que digo.
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