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EL Copo. Gérsom


Gérsom fue un regalo, un don, un milagro, el fiel acompañante en las noches de soledad, el mudo testigo de los días de locura, el leal amigo que atendía a los versos de Walt Whitman que yo leía desde la duna más alta de la playa donde el viento silba nácar, el que desperdigaba a las gaviotas que posaban sus tenues huellas por la blanca arena, el que galopaba las marismas a través de juncos alborozados, el único asistente a la eucaristía diaria de sol y espuma.

No comprendía nada de lo que me pasaba, pero estaba junto a mí. Seguro que su instinto, su juego y su alegría estaban más cerca de su amita, pero permanecía estático, horas y horas, en la vieja terraza con los ojos fijos en el lindo ficus que nos abrazaba.

Pero hoy el día pesa bastante más. Tiene una peculiar sensibilidad. Hay sol, pero la sombra lo ampara y detiene su luz.

No sé cómo expresar que mi alma ha muerto esta mañana un poco más que ayer.

Respiro menos, suspiro más y lloro algo al tiempo que tecleo este “copo” de amistad, amor y esperanza porque la muerte no detiene la vida, tan solo aparca su existencia.

En casa vamos a llorar, y mucho, y es bueno que lo hagamos. Se nos han ido diez años de compañía, de felicidad sin límite, de lealtad a toda prueba, de ladridos de palabras y danzas alrededor de una galleta, de alborozo constante. Es muy serio y más triste.

Descanse en paz quien existió en plenitud.

<u>Nota</u>: Este Copo, publicado en 1997, está dedicado a Encarna Cantalejo Martínez, gran amiga de estos seres que nos acompañan y quieren sin nada a cambio.

 

 

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