Hace bastante tiempo que fui diagnosticado de padecer ataxia, una de esas enfermedades raras que produce un proceso de pérdida de mielina -vaina que recubre los nervios- y que dificulta en demasía las órdenes que el cerebro envía a parte de nuestro cuerpo, especialmente a las extremidades inferiores y te pueden llevar a una silla de ruedas o una gangrena de las mismas con el consiguiente corte de ellas.
El dolor y la falta de sensibilidad eran últimamente insoportables y la “cosa” marchaba tan mal que llevaba a una vida sedentaria que, por desgracia, agravaba aún más la penosa situación.
El médico de cabecera, que no apreció pulso alguno en la pierna izquierda -siempre la izquierda- me aconsejó ir a un experto cardiovascular. Imaginé lo peor al tener antecedentes familiares -entre ellos mi santa madre a la que amputaron una de sus piernas-, le eché valor, me compré un santo cayado -buen apoyo a falta otros más humanos- y comencé a dar vueltas a la manzana un día, otro y otro más.
Ayer, tras quince días de grandes esfuerzos y siempre acompañado de mi ángel particular -mi santa hija- fui a la consulta del especialista y se comprobó que la sangre fluía perfectamente de arriba abajo y viceversa; se desechó cualquier intervención quirúrgica.
Os cuento lo anterior, queridos amigos y amigas, porque sé que os alegraréis de la pequeña gran noticia y celebraréis conmigo que he conseguido no perder una pierna sino ganar otra: el santo cayado con el que camino como hacía años que no lo conseguía.
¡Aleluya!
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