Lo afirmé con seriedad interrumpiendo el monótono ritmo del comer. Imprimí a la afirmación cierta dosis de serenidad: ¡soy feliz! Pareció que todos los fantasmas que pululaban a nuestro alrededor hubiesen desaparecido.
(Siempre surgen “fantasmas” cuando me analizo y y descubro ante mi mundo -no más de diez personas- parte de mi ser oculto. Después, en núcleos más restringidos, se sigue insistiendo en el análisis; pero para entonces, escapan todos mis deseos de autoafirmación y me cubro con el silencio)
¿Soy feliz?
Lo soy en la duda, o sea, en todo cuestionamiento que realizo de mi vida. Lo soy en mi mente, pues la felicidad tiene cabida en el mundo que me fabrico a golpe de ilusión y riesgo.
Lo soy en el amor que interactúa en y sobre todos los poros de mi cuerpo.
Soy felicidad en mi espiritualidad impenetrable conmigo mismo.
Cuando soy horadado siento el esplendor de la exploración.
Sí, soy feliz.
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