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Al alba del invierno


Pasaron los años, los siglos, y el mundo cristiano sigue rememorando y celebrando con alegría y felicidad la Navidad. Esta efeméride es de amor, de amor de Dios a los hombres. Sí, alegría y felicidad para el mundo cristiano. No olvidemos que, si cualquier nacimiento de un ser humano debe traer consigo, para aquellos que lo aguardan y para toda la humanidad, ingentes caudales de júbilo y eternas primaveras de dicha, cuánto más si ese bebé es al mismo tiempo Dios hecho hombre por amor a los hombres.

La Navidad es, pues, tiempo de alborozo, de besos cálidos, de corazones dadivosos, de jolgorio, de regalos y regalos..., en definitiva, de alegría. Pero la Navidad, aunque es época de alegría y felicidad, también sus días están llenos, para muchos hombres y mujeres, de nevadas y heladas copiosas, arraigadas en el alma. Días de establos abandonados, de frío, de hambre, de soledad, de dolor... José y María sufrieron en sus almas y en sus cuerpos la desolación y la amargura de verse rechazados, por insolventes, de los lugares, donde palpitaba el fuego, alrededor del cual comían, bebían y reían los considerados pudientes, los teóricamente dichosos.

En Navidad, afloran con más ímpetu y se hacen sentir con más energía, recuerdos de vivencias pretéritas y sin retorno: imágenes de personas, hechos y situaciones que en su día latieron, como un sol sin ocaso, en la bondad del amor, pero que ya de ellas solo nos queda una rosa oculta en nuestro corazón, tesoro incalculable por íntimo y valioso para nosotros, impregnado de lágrimas silentes, de tristezas de alma...

La Navidad es también tiempo de zozobra y aflicción para quienes viven en soledad no deseada; para quienes en fecha aún no lejana perdieron para siempre a un ser querido; para quienes ven crecer en su jardín, abandonado por falta de ilusiones, la planta amarga del desamor, de la desesperanza...; para quienes tienen su nave envarada bajo las blancas sábanas de una cama hospitalaria o de un centro geriátrico; para quienes eligieron con valentía la soledad silenciosa, al desterrar de su alma, de su sangre y de sus días a un corazón indiferente; para quienes no tienen nada que comer ni que beber o no tienen ganas ni gusto en ello; “para quienes, como dice Antonio Gala,  desearían que los dejasen comer un huevo duro y un yogur, de pie, mirando a ningún sitio, con los ojos demasiados secos para ver, o demasiados arrasados en lágrimas”. ¡Cuántos y cuántos hombres y mujeres desearían, al llegar la Navidad, que sus días fuesen días ignorados, corrientes, de trabajo monótono y rutinario, suponiendo que lo tengan, como cualquier otra jornada del calendario! Pero, precisamente para ellos, esta efeméride religiosa debe de ser, y tiene que ser, una fiesta de gozo y de gloria, precisamente para ellos, los no dichosos, porque la Navidad y el pequeño Dios vienen a despertarlos de tantas y tantas realidades y sueños de tristezas, soledades, amarguras y miserias, y a enseñarles a mirar la vida y a vivirla con la sonrisa abierta y la mirada inmaculada de un niño.

La Navidad es, pues, tiempo de amar, de ser solidario y de compartir lo que somos y tenemos con los demás, en especial con los necesitados.

Al alba del invierno, se despierta el pueblo, como un solo cuerpo en la intimidad de su espíritu. Hay alborozo en los corazones y en el viento que juega a ser viento, mientras la luz se recrea desde el amanecer, como un niño dichosamente ilusionado. El frío resbala, imponiendo su limpidez absoluta, sobre la piel de una tierra bien amada, que desde siglos arropa a nuestro mundo con su belleza universal y con la sedería perfecta de su fascinante grandeza, duende y fortuna. Diciembre se alumbra, en esta tierra de sangre ardiente y vuelo arrebatador, con sones de guitarras, fragancias de villancicos y repiques continuos de complacencia. Luces de amor y de paz y de gloria colman el alma y la vida del hombre que ama a sus hermanos y lucha por ellos. Viajero de mirada chispeante, corazón generoso y sangre eternamente joven, emprendedora y activa, que derrocha prodigios para derretir la nieve acumulada sobre los caminos y en las almas.

 

 

 

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