No sé si fue revolucionario; incómodo, con toda seguridad. E inadaptable al mundo en que vivió: “mi reino no es de este mundo”, de esta sociedad. Nació en Belén, pero creció, trabajó, vivió y predicó en Galilea, región de gentiles, por ello era conocido despectivamente por “el galileo”. Fue ejecutado en Jerusalén, la ciudad santa.
Buen judío, gustaba de rezar en sinagogas y lugares sagrados, pero en los dichos y hechos que sobre él se han escrito se narran momentos de oración en montes, desiertos, mares y entre olivos. Parecía ser amante de la naturaleza. Era cumplidor de la ley, “yo he venido a que la ley se cumpla”, pero tenía su credo particular; todavía hoy su credo sigue siendo particular: el oficial es otro.
Subió a la montaña y repartió pan y peces entre los que le seguían y, lo más importante, nos dejó su credo, lo que creía. Y él creía en los pobres, en los que sufren, en los que tienen hambre y sed de justicia, en los que prestan ayuda y en los que trabajan por la paz. Con el tiempo otros hicieron el Credo oficial, y el suyo quedó convertido en una especie de obras de misericordia, un modo de ejercer la caridad, una manera de conseguir que algo cambiase para que todo siguiera igual.
Empezó a molestar a los superiores políticos, religiosos y militares. Unas monedas derrumbaron un Ideal. Fue hecho prisionero y pasó legalmente por algo parecido a un Tribunal de la Inquisición, el Sanedrín. Fue declarado blasfemo y condenado a muerte. El poder político legalmente constituido ejecutó la sentencia. La masa lo confirmó al grito de ¡crucifícale!
Enterrado, comenzó a circular una extraña noticia: su sepulcro estaba vacío. Más tarde dijeron que había resucitado y que en verdad era el hijo de Dios. Desde entonces se busca incansablemente por unos y otros, por amigos y enemigos, pero muy pocos dan con él. Se sospecha que puede estar entre los suyos, o sea, pobres y demás. Ya saben.
Se asegura que no está entre oro, tribunas, poderes y fusiles.
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