Deben ser los años, seguro que son ellos, los que consiguen que mis oídos no se aclimaten a semejantes “palabros” como el que da título a este “copo” nuestro de casi todos los días; no digamos ya a la hora de plasmarlo en un papel a tinta china.
No sé si seré tildado de estar “anclado” en el pasado, tampoco me importaría demasiado el estarlo. Creo que estamos ante una salida de tono para que Irene Montera adquiera notoriedad por semejante aberración lingüística y se hable más de ella que de la teoría política, ya pesada por machacona, que defiende.
No sé si después de que un servidor la diñe la RAE volverá a darle una coz a nuestro rico idioma y aceptará portavoza como palabra; si así fuera, o fuese, mantendría mi postura de seguir diciendo y escribiendo “el portavoz” o “la portavoz”, porque sea uno u otra, las dos tienen el mismo cometido: ser la “voz” de un grupo que deposita en él o ella la responsabilidad de “portar”, “trasladar” o “hacer público el pensamiento, a través de la palabra hecha voz de una comunidad”.
Irene Montero no expone en público la “voza” de un colectivo, sino que es la voz del mismo. Llevar a la idiotez y de ahí al espectáculo bochornoso el juego político debería ser sancionado con dos buenas orejeras de burro; y no me crucifiquen por ello porque pienso hacerme el sueco, y no digo la sueca porque podría ser ofensivo en esta maníaca manera de entender el progresismo y la igualdad.
Cuando resulta que voz es una palabra de género femenino, nos llega una fémina de carácter para invertir el orden de las cosas y hacernos creer que se es más igual, más progresista o más feminista robando la auténtica raíz de la comunicación.
Así nos va.
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