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El Copo. Montoya ha muerto


Si pudiéramos colocarnos en la Málaga de 1936, nos encontraríamos con una ciudad dividida sociológicamente por el río Guadalmedina: los del río para allá y los del río para acá. En el lugar que podríamos denominar “Del río para acá”, territorio donde vivo, se encuentran los famosos y paupérrimos barios de la Trinidad, Perchel y los Percheles, un trípode de barriadas que escasos malagueños que habitan la otra parte del río visitan, pues ellos y ellas viven donde florecen los ricos focos ciudadanos de el Limonar, la Malagueta, el paseo Marítimo, calle Larios, Catedral, etc.

            Aunque en la actualidad la sociología malacitana ha cambiado algo, siguen siendo numerosos los malagueños que no han cruzado el puente de la Aurora para “manchar” sus pies en el cascarón ruinoso de la Trinidad  o en las callejuelas intransitables del Perchel; ha ocurrido, sin embargo, que el buque insignia del comercio español, El Corte Inglés, ha sido construido a tiro de piedra de la antigua pellejera, hoy calle Peso de la Harina, lugar donde tantos hombres republicanos fueron asesinados; calles como las de Pérez Texeira, Don Cristián o Don Ricardo, vías vinateras de antaño, lindan con los grandes almacenes antes mencionado; en Don Cristián, por cierto, es donde se encuentra El Gran Vía, mi segunda “mansión”,

            Paco Montoya, perchelero de pura cepa, era asiduo cliente. Allí me conoció y allí descubrí a Montoya, o puede ocurrir que ninguno de ellos conozca al otro porque jamás han hablado de intimidades, problemas personales o asuntos que la sociedad intelectual denomina trascendentales.

            Tengo cuatro años más que Montoya, y éste cuatro quintales más de esa cultura que, despectivamente la elite, la define como popular. En cuanto podía llamaba por teléfono a Paco y nos citábamos para tomar una copa de tinto o dos, tres a lo sumo, aunque a veces nos liábamos y pasábamos al güisqui y, es entonces, cuando se establecía la comunicación oral entre ambos ancianos.

            Montoya igual se ciscaba en la divinidad suprema o alababa a su particular Virgen del Carmen; hablamos de los tiempos de “la hambre” en los que el perchelero era un maestro contumaz; conversábamos más de nuestros padres que de nuestros hijos; reconocemos que este tiempo es el del progreso, pero añorábamos las navidades de la zambomba y el pandero; afirmábamos que, por la actual crisis económica, robaríamos para dar de comer a nuestros hijos y nietos, verbalmente maltratamos a corruptos, chorizos, políticos y entidades eclesiales; hablábamos del pargo, el jurel, los espetos y el calamar relleno que, Montoya, preparaba como nadie; cada día éramos más amigos porque cada día nos  conocíamos algo más.

            Últimamente ambos estamos preocupados el uno por el otro porque nuestra salud se encuentra bastante deteriorada y es por ello que los “rezos” de Montoya eran más suaves que hace unos años y desafina menos.

            De él, créanme que es cierto, he aprendido más que de los libros, por ejemplo, de Morales Lomas o Pepe Sarria, pues venía a ser un Don Quijote a su manera.

                Y lo que son las cosas, se nos ha ido sin una recepción anunciada a bombo y platillo por parte de la Alcaldía de Málaga y es que los santos “pecadores” se nos van en un suspiro.

                Descanse en paz, que ya procurará un servidor dar la guerra ante tanta imbecilidad que impregna nuestra cultura.

 

www.josegarciaperez.es

 

 

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