A partir de hoy prometo no dedicarle más de trescientas palabras, por importante que pudiera ser, a cualquier “copo” que pueda transmitir a ustedes, amigos o no.
Lo he pasado mal en estos últimos días, lo sigo pasando regulín, pero ello no evita que sepa discernir entre lo que es amistad, personal o de Fb, y lo que podríamos llamar la que proviene del rugido de la sangre, o sea, esa que se dilata y desparrama ante el borboteo de la sangre directa: la que se transmite “porquesí”, la que nace desde la realidad del cordón umbilical y que tiene un fértil recorrido en la querencia del amor que se transmite a cambio de nada.
Vaya por delante mi cariño al trío de Ana que se han ocupado y preocupado por mi silencio de estos días en los que, por motivos de salud, he permanecido en un mutismo total; ellas saben de mi gratitud hacia ellas.
Sé que comprenderán, ellas y los demás, que las quiero un poquitín más que al resto; pero a ella, me refiero a mi hija Rosamary, esa linda criatura que, a través de una sencilla conversación telefónica, supo discernir que su padre, hijo del silencio y de la ancianidad, lo estaba pasando francamente mal y por ello, sin previo aviso, se plantó en este santuario donde conviven silencio y cariño en una amalgama difícil de describir es “rancho aparte”.
Veinticuatro horas de estancia, cuatrocientos kilómetros de viaje y una pregunta lanzada al abismo de la senectud: ¿cómo estás?; es suficiente para resucitar de nuevo e instarme a teclear mis sentimientos.
Al final de nuestras vidas, y cuanto más próximo nos quede ese palpar con la yema de nuestros dedos, sabremos del rugido de la sangre.
Normas de uso