Fue un escueto mensaje de mi amigo Valentín recibido a las 9:00 horas: “Maribel ha muerto a las siete de la mañana”. Lo leí tres o cuatro veces; no quería creerlo: lo llamé para cerciorarme y fue uno de sus hijos el que rubricó la maldita noticia llorando. Colgué y ya todo el día me convertí en una especie de sonámbulo no dando crédito a la certeza de la fatal noticia.
Valentín, desde hace muchos meses, anda estableciendo una lucha con el fin de su vida y ella, Maribel, se convirtió en el principal anclaje al que aferrarse y de repente, con un dolor agudo de pecho, se nos ha ido de la noche a la mañana sin dar ruido alguno.
Era conocida por la “reina” porque así la llamaba el bueno de Vale. Fue una mujer fuerte y débil, fértil compañera y madre de cuatro hijos. Con ella no cabían ambigüedades, era sincera e iba derecho al grano sin vericuetos que desvirtuaran la verdad, su verdad.
Hacía años, tal vez demasiados, que no lloraba, pero ayer, oh Dios, en ese abrazo que le di a Valentín me rompí en dos, y entre ambas mitades fluyó un torrente de lágrimas que no había forma de taponar; qué bien me hizo ese fluir de agua salada y que hermoso cigarrillo fumé en la soledad del frío banco del tanatorio.
Se nos ha ido Maribel, y con ella una parte esencial -ya imposible de sustituir- de muchísimos años viéndonos los fines de semana para comer, reír, charlar de lo divino -el Misterio-, lo humano -nuestros hijos y nietos-, y echar unas partidillas de póquer de poca monta, pero que entretienen.
En mi vida de jugador -he jugado siempre con la vida- ha sido la única persona que un día me ganó con una escalera de color teniendo yo un póquer de ases.
No soy muy creyente, pero deseo serlo; ojalá, querida Maribel, que hayas subido a ese desconocido mundo en el que creías, subiendo por una escalera de colores peldaño a peldaño: Vale, tus hijos, nietos, hermanos y amigos. Y ya en él, sigas impregnando de energía positiva a todos los que tuvimos contacto contigo.
Todavía no llego a creérmelo del todo.
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