Lo de ayer en Barcelona no fue una huelga general, sino una “algarada nacional” que forma parte de la operación política dibujada por la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural con el beneplácito de Juntos X por el Sí y la coordinación de las CUP, de la mano de Anna Gabriel, para sumir a Cataluña, por las buenas o las malas, en un caos, extensible a la totalidad de la nación española, conducente a crear un clima de peligrosa revolución en todos los rincones de nuestro Reino, incluido el que existe al revolver un servidor la esquina izquierda del bloque de vecinos.
Venga ya, capullos revolucionarios, una huelga general no permite que la señora Ada Colau, por aquello de ser alcaldesa, juegue a la rueda, como una niña de las Esclavas del Corazón de María, en el centro de una plaza dando botes de maricón el que no bote, con “b”, porque con “v” votaron hasta los muertos.
Una huelga general huele a piquetes informativos y kilogramos de silicona en las cerraduras de aquellos comercios que no secunden el decorado; una huelga general de funcionarios, maestros incluidos, huele a la pérdida de un parné de la nómina mensual y no como ésta, a la catalana, en que las autoridades conceden el beneplácito de no mermar la miseria del jornal y señalar, chivatos de mierda, a los que no están de acuerdo con el sobeo institucional que puede llevarnos a una tragedia no deseable.
Y después llegó, por fin, el parco pero claro mensaje de Felipe VI a todos los españoles señalando “aloclaro”, tal como debe ser, a Puigdemont, un burgués con ganas de pasar a la historia, y compañía como traidores al orden constitucional.
Ya está bien de jugar con fuego, de animar a la sedición. Si fuese Andalucía la revolucionaria por pobre, tendría un pase; pero ustedes, burgueses que disfrutan de ser la región más rica de España, no se merecen la vitola de revolucionarios, y si además se buscan al arzobispo de Barcelona, la Iglesia, para que haga de mediador es que me parto de risa.
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