Vomitar es la palabra de toda aquella persona que, sin ser un profesional de las columnas de opinión, es mi caso, acude a ella en la mayoría de los casos para analizar lo que acontece a su alrededor, y en una minoría excepcional para tranquilizar su espíritu ante la zozobra de lo que ocurre en su contorno más íntimo. Y no se es profesional porque, a pesar de las más de diez mil columnas escritas y publicadas en distintos medios de comunicación, jamás ha cobrado una peseta o un euro por ello; y afirmo y sostengo que los que si se alimentan de ello se deben a sus paganinis.
Que lo estoy pasando regular no se le escapa a cualquiera que me conozca un mínimo, a pesar del silencio que rodea a los que me consideran y desean que los reconozca como amigos, hecho que no efectúo porque sé que al igual que yo, ellos pasan a veces por situaciones como mi problemática y un servidor, por aquello de no añadir más fuego a la brasa interior que intenta consumirme, no desea ser cómplice de más sufrimientos que aquellos que pueda dignamente sobrellevar.
El otro día, por ejemplo, tuve que esperar a que llegase un día determinado de la semana en el que un ser querido -supongan el que ustedes deseen- estuviese acompañado para ir a visitar a un buen amigo en un hospital de esta ciudad, Málaga, que todo lo acoge y todo lo silencia. Y fui, y estaba allí, pero no, porque el alma -ese maravilloso suspiro del cuerpo- se encontraba en otro lugar. Y allí, con él y ella, comprobé que la fe -ya tan denostada- puede seguir moviendo montañas.
Y el silencio -esa terrible arma que los humanos padecemos de los que creen serlo-, a la vuelta, siguió envolviéndome en la crueldad insignificante del olvido.
¡Oh el olvido!, terrible arma de los fariseos del siglo XXI.
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