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La buena noticia. La vía


           Este es un término utilizado solamente por los naturales de esta zona y por aquellos que nos sentimos orgullosos de vivir en ella desde hace años.

            Ese nombre le viene de aquellos años en que un viejo tren “de humo”, primero y un desvencijado automotor: “la cochinita” o “el pancho López, chiquito pero matón”, después, que de ambas formas era denominado, cruzaban la costa oriental malacitana camino de los altos de la axarquía adonde llegaba renqueante y enganchado a una cremallera que le depositaba en Ventas de Zafarraya.

          La vía, por la que avanzaba con lentitud, partía de la estación sita en el puerto y continuaba delimitando la zona marítimo-terrestre hasta Torre del Mar, donde se adentraba por el interior, al otro lado de la carretera. A partir de 1960, fecha de clausura de la línea, dicha vía se convirtió en calle o carreterilla al principio y en paseo marítimo asfaltado o terrizo más tarde.

       La vía es mi gimnasio. Mi ruta de marcha matutina se desarrolla en la torre de Benatgalbón, en la zona que va desde el arroyo de Granadillas (“puente romano”) hasta el cruce de Añoreta (antiguamente “casa Amalia”). Son tres kilómetros de un camino sin asfaltar ni urbanizar, polvoriento a veces, que recorremos a diario cientos de personas que pretendemos mantener un poco la forma y la dignidad que nos quitan el tinto de verano y los espetos de sardinas. Nos conocemos y respetamos casi todos y nos echamos de menos si nos perdemos de vista durante varios días.

      La paz y la tranquilidad la rompen algunos ciclistas que creen que el Tour pasa por el arroyo de Benagalbón o corredores escapados del maratón de Nueva York. Algunos de ellos, dada su escasa preparación acaban en urgencias con esguinces, taquicardias y dolamas varias que les apartan de las exhibiciones por cierto tiempo.

     Los recalcitrantes como yo disfrutamos del paseo a trote cochinero, sudamos como pollos y nos damos el primer baño, a las nueve de la mañana, que nos sabe a gloria. Un servidor de ustedes, que es bastante rezón, aprovecha la mitad del camino para desgranar, de forma un tanto rutinaria, las oraciones de la mañana a la ida y la vuelta, para disfrutar del paisaje e inventarme historias relacionadas con cuanto veo.

    Por allí contemplamos a los coquineros, arrastrando sus rastrillos por el “banco”, con el que recogen esas coquinas que antiguamente extraíamos los niños simplemente arrastrando los pies por el fondo marino; los pescadores de caña, quejándose de la mala suerte que le ha hecho perder la captura soñada; las parejas de segunda vuelta, recuperándose de una noche de copas, promesas y algo más, que les ha llevado a la realidad del día a día y a tantas y tantas familias disfrazadas de diversas maneras; una “mujer orquesta”, que hace equilibrios para correr empujando un cochecito del que asoman los pies de un bebé, se sujeta con una mano el sombrero y con la otra empuja el carrito e intenta controlar un perro empeñado en regar las piedras del camino. Todo este mundillo pone en marcha mi imaginación mientras el baño marítimo y la ducha fresquita dan paso a la “rebaná” de pan, tan grande como la suela de la zapatilla del pívot de los Laikers, mojada en ese aceite oscuro y sabroso que te transporta a aquél molino jiennense de tu infancia.

     ¡Qué no me urbanicen la vía! ¡Virgencita, déjame como estoy! Mi vecino y amigo Clide, el policía de Scotland Yark jubilado y yo, seguiremos disfrutando de la mar en primera fila, sin terrazas ni establecimientos que nos impidan disfrutar de la vida primitiva. ¡La vía, ay, la vía! La vía nos da la vida. Es una buena, una excelente noticia para los que la disfrutamos. Chisss… no corráis la voz.

 

 

 

 

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