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Corrupción


Tengamos siempre presente que cuando, en la Cámara Suprema de un país, un gobierno tiene mayoría absoluta, hay que ser muy buen estratega, muy buen político, para no oscurecer con nubes antidemócratas el límpido cielo del pueblo soberano. Huyamos, pues, de los políticos que quieren encender el sol con palabras que suenan como campanas sin badajo. Son aquellos que asistieron desde niños, y aún continúan acudiendo, a la misma escuela que los sinvergüenzas.

Escribo esto porque en España, como en otro país cualquiera, la corrupción en ciertos políticos que ostentan algún poder público está a la orden del día. Una parte significativa de la sociedad española observa impotente cómo nuestra democracia tiene zonas oscuras, estratos confusos y resbaladizos, dunas (léase políticos) que se mueven bajo las tinieblas de la avaricia y la ambición y la mezquindad desmedidas. No nos escandalicemos, pues hasta en los países más democráticos las transparentes aguas de la política aparecen ante el mundo, en demasiadas ocasiones, turbias y cenagosas. Esto sucede cuando el político olvida que un buen gobernante es aquel que es consciente y practicante, sin excepción alguna, de ser el primer servidor de la comunidad o país que dirige. Sin embargo, para ciertos políticos “la política, dice Louis Dumur, es el arte de servirse de los hombres, haciéndoles creer que se les sirve a ellos”.

La corrupción de los políticos se da cuando alguien que detenta un poder realiza acciones que favorecen a cierto partido político o empresa, a determinado grupo social o personas y, en consecuencia, daña a la sociedad. Expresado de otra manera, hay corrupción cuando un político se desvía de los deberes formales de un cargo público para obtener ganancias de tipo personal, familiar o de grupo. De esa forma, la función pública es convertida ilícitamente en una fuente de enriquecimiento o para pagar favores. La denuncia de la corrupción parece ser uno de los temas más recurrentes en los medios de comunicación durante los últimos años.

La corrupción adopta múltiples formas. La más extendida es la relativa a las compras, por parte de los políticos, de bienes, obras y servicios, bajo la influencia de sobornos y comisiones. Las más importantes se esconden detrás de las privatizaciones del sector público, las recalificaciones de terrenos (de rústico a urbano) y, sobre todo, los proyectos de grandes obras públicas, como puertos, presas, carreteras, tranvías, ferrocarriles subterráneos o abastecimiento de agua…

Del mismo modo, el negativismo pulula por doquier en la televisión y en los demás medios de comunicación social. A esta negatividad se une la desaparición de la base ideológica, tanto a nivel individual como de partido. Por consiguiente, la desilusión, el desencanto y la desesperanza anidan en el corazón del pueblo ante la verborrea mentirosa de sus políticos y de los partidarios de éstos.

La política nunca ha sido, ni será probablemente, inmaculada, y la corrupción política no es nada nuevo. El tema está en que tanto la corrupción como la avaricia han llegado a niveles sin precedentes. En realidad, la corrupción política ha llegado al punto en que corrompe a la “política democrática”. Tengamos siempre a flor de memoria que cualquier pueblo se cansa de sus políticos cuando éstos no se identifican con él.

Ciertamente, el espectáculo que ofrece a la ciudadanía la clase política en general y algunos políticos en particular, con su comportamiento ético, no puede ser más bochornoso y degradante. A través de los diversos medios se nos muestra, un día sí y otro también, un panorama de corrupción y amoralidad que causa rubor ajeno. “En la política, refiere Edward Kennedy, es como en las matemáticas: todo lo que no es totalmente correcto, está mal”.

 

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