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Hijos tontos


Nadie quiera ver en el epígrafe una expresión denigrante, injuriosa u ofensiva. Mi acción docente durante más de cuarenta años, debiera confirmar la exención e inocencia de lo dicho. Siempre tuve cuidado, respeto e incluso protección de los demás, a aquellos alumnos con dificultades de aprendizaje, aunque no todos tuvieran alguna barrera intelectiva. El título viene a cuento por la locución, probablemente algo desafortunada al usar atributos poco entrañables: “Me sales más caro que un hijo tonto”. Retrata con plena exactitud a los políticos españoles, de forma especial, recurrente, intensa, a quienes conforman la gobernabilidad de nuestro país. Pudiera pensarse que el análisis cordial conserva —aun riguroso, duro, inclemente— un atractivo loable. Sin embargo, y en la coyuntura asfixiante que padecemos, quiero exponer con imparcialidad una situación real.

¿Por qué ser despiadado en la forma e irrebatible en el fondo? Constituye la respuesta justa, compensadora, al trato displicente, vejatorio, sufrido —casi sin excepción— por el ciudadano que paga sus excesos. El Estado Autonómico fue germen necesario para introducir un nocivo enquistamiento económico e institucional. No suelo juzgar motivaciones ajenas, pero creo que los llamados padres de la Constitución hilaron normas tóxicas a conciencia. Recuerdo argumentos peregrinos; entre otros, “las autonomías repararán aspiraciones irredentas de ciertas Comunidades históricas”. Tesis parecidas dieron lugar al Título VIII de la Carta Magna y el reconocimiento legal, falso e insolidario de derechos especiales de unas Comunidades sobre otras según sancionan los artículos uno y catorce. Ni la democracia ni la Constitución suscriben discriminación alguna.

Los sistemas democráticos, ya repúblicas, ya monarquías parlamentarias, han de suprimir privilegios concedidos por monarquías absolutistas. Fueros, revisionismos presuntamente nacionales y exenciones fiscales, no tienen cabida en ninguna democracia al uso. ¿Por qué a vascos y navarros consienten el cupo? Por qué a andaluces y gallegos, verbigracia, ¿no? ¿Tienen argumentos democráticos, o con base jurídica internacional, los catalanes para exigir independencia? Si acaso, ¿tiene sentido que el Estado financie “asimétricamente” su Comunidad eternizando el retraso de otras? O todos frailes, o todos legos (mis hijos utilizan otra disyuntiva menos audible). Tal vez debiéramos analizar concienzudamente estos interrogantes que, a fuer de habituales, pasan desapercibidos y son gravosos para el ciudadano en todos los aspectos. 

Ninguno, fuera del vivero político, corregirá que las autonomías son económicamente inviables. Ignoro el costo anual, pero supondrá muchos miles de millones de euros. Se dirá que son imprescindibles para facilitar, resolver, gestiones territoriales. Sin faltar a la verdad, una cosa es concluir con la descentralización ominosa y otra muy diferente ofender el instinto social. Agilizar no implica maltrato al bolsillo del contribuyente con diecisiete Estados Autonómicos que duplican competencias. Sirven de refugio y desahogo económico a multitud de políticos, aunque en ocasiones lastren eficacia al encubrir funciones. Deduzco que habrá fórmulas descentralizadoras, eficaces y menos costosas, pero que invalidan salidas lucrativas a individuos mediocres. Cuando el referéndum, ni prebostes ni pueblo advirtieron (con diferentes intenciones) fallas.

Tenemos conciencia plena del derroche llevado a cabo por cada ejecutiva nacional, autonómica y sus múltiples apéndices personales y materiales. Conocimos el concepto moralista, decente, adjudicado al dinero público cuando la señora Calvo advirtió “que no era de nadie”. No me extrañaría que tal sentencia supusiera el rebato de un muecín a la élite dogmática justificando dilapidación y rapiña. Cualquiera de ambas licencias requiere persona propietaria, afectada; imposible según la tesis expuesta. Simboliza una impunidad —argumentada, pero postiza— que ratifica ciertos comportamientos luego delictivos o tolerados. Cuarenta años de abusos, en mayor o menor grado, corroboran una experiencia sin contestación real. Lo disparatado es cuantificar la particular rapacidad del otro y lanzársela sin reparar el efecto búmeran.

Sospechas, indicios, evidencias, son hipótesis inconcretas con base real indemostrada. Exhibir datos convence más que una imaginación imponente, supeditada a quimeras de proyección maliciosa. Hablemos de Deuda Pública. Felipe González empezó su gobierno inmerso en una deuda superior al veintidós por ciento del PIB y la dejó a Aznar al sesenta y siete. Este llegó a consolidarla en el cuarenta y seis por ciento. Zapatero superó el setenta al término de su gobierno. Rajoy terminó su legislatura y media dejando a Sánchez una deuda del noventa y siete. Este, en tres años, bate el récord y hoy (de momento) superamos el ciento veinticinco por ciento del PIB. Probablemente acabe su legislatura —si consigue terminarla— rondando el ciento cuarenta; es decir, tendremos una vieja deuda impagable que perturbará la economía nacional.  

Pese a esta realidad previsora, Sánchez agiganta el gasto corriente, improductivo; ese que adiciona, asimismo, subvenciones a grupos variopintos cuyo cordón umbilical es la praxis crematística e ideológica. De rebote, tejen una red clientelar que, en este caso, sí dopan las campañas electorales. Aparte de propuestas legales en trámite y proyectadas, los ministros de Unidas Podemos esparcen visiones institucionales y económicas extravagantes, irrisorias —por aplicarles epítetos contenidos— que engendran pavor. Tanta inconveniencia harta dentro y fuera, pero nuestro presidente figurín paga el peaje inconsecuente, benéfico, bastardo. Días atrás tiró de billetera para urdir un viaje ridículo a la nada. Ayer “hizo las maletas”, cogió el Falcon y, adosado a un número indeterminado de acompañantes, se fue a Lanzarote. Otra cosa no, pero ninguno le gana a dilapidar.

Si nos reiteramos al Portal de Transparencia obtendremos el silencio gráfico y fonético, no existe. Es decir, si queremos conocer el gasto ocasionado por quien, de todos los presidentes, usa en mayor medida el patrimonio nacional, se nos negaría toda respuesta. Acepta de buen grado gastar mil setecientos millones de euros para ampliar el aeropuerto de Barcelona tras la reunión bilateral con Aragonés. Casado desea su parte del botín y sostiene neciamente que el proyecto se concibió con Rajoy. ¿Sugiere que él ofrecería concesiones a cambio de nacionalismo pragmático y apoyos puntuales? ¿Reharía el bipartidismo nefasto? ¿Dónde podemos encontrar la vergüenza política y la dignidad social? Sé que la deuda per cápita ha pasado de ochocientos treinta y cuatro euros con Felipe González a veintinueve mil trescientos con Sánchez. Encima, el buen señor, quiere presionar al Tribunal de Cuentas para impedir que paguen el dinero que reclama a los líderes del “procés” y que terminaremos desembolsando todos. ¿Son caros, o no, nuestros políticos? Sí, más que un hijo tonto.

 

 

 

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